Cap. 4 𖥸 (precioso.)

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— Gracias. — dijo Damon ante la mirada  de su secretario (o novio)

— Espero que te guste... me levanté temprano para preparar algo rico.

Y así fue. Había dormido tan bien, que encontró esa mañana la motivación que le pareció haber perdido hace mucho tiempo. Pero sabía que no era ni el buen descanso, ni el olor de las sábanas limpias, mucho menos el clima que ese día parecía acompañar con un deslumbrante sol la felicidad que sentía resonándole en el corazón; era verlo a él. Ver a Damon acostado junto a él, ver a Damon despertando ante su ojos, ver a Damon sonriéndole en la mañana. Y Graham sentía un nudo en el pecho, le retumbaba en la cabeza la injusticia de la relación que ambos tenían.

— Se nota, está muy rico el café.

Eso Graham lo sabía, lo daba por seguro. No porque él se creyera un gran cocinero, sino un gran observador, su fanático número 1. Fanático de su rutina, de su oficina, del sabor de la borra del café que su jefe se preparaba todas las mañanas. — ¿De verdad? — la pregunta fue trampa, porque él ya sabía la respuesta. Lo había hecho por mera glotonería, hambriento de fina cortesía, de los atentos alagos que creía nunca podrían cansarlo. Cada palabra o acción dulce, era escasa, así que Graham había aprendido con el tiempo a leer entre líneas y a guardar cada descubrimiento con recelo, asegurándose de proteger los recuerdos de las garras del olvido; como él que guarda un chocolate de los demás para disfrutarlo a solas, negándose a compartir.

— Sí, de verdad. Está perfecto. ¿Me servirías más? — y Graham deleitándose, lo hizo. — Qué risueño que estás, eh.

— ¿Cómo?

— Estuviste toda la mañana sonriente, es raro verte así. Me gusta.

Y otro beso más. Un beso dulce, pero que amargó el café que estaba en los labios del mayor. A Graham aquél beso le resultó como una comedia, una parodia cruel de su amor. La dulzura de la compañía del otro, y la amarga clandestinidad de su relación.

Damon era un hombre casado. Eso lo sabía, y a pesar de la culpa que sentía, pretendía no importale. Pero, de alguna egoísta manera, velaba por la seguridad del matrimonio de Damon. Tal vez, aquella era su condena por la injusta unión entre ambos. Y él lo aceptaba, echando tierra al asunto en público, para disfrutar del obsceno placer del escondite.

Él besó más fuerte, y Graham ya no podía diferenciar quién estaba más desesperado. Cuánto durarían, cuánto debería esperar por el siguiente acercamiento. La ansiedad que presentaba la lejanía entre ambos la disiparon los hirsutos dedos de su amante, que entraban debajo de su ropa, acariciándole la espalda. Y la atrajeron nuevamente los disgustantes sonidos de la entrada que comenzaban a hacerse cada vez más evidentes. Alex había llegado.

— No, p-pará. Me parece que llegó Alex... — con temerosa voz comentó el secretario, se le vino el mundo abajo. Escuchaba de repente todo lo que pasaba detrás de la puerta de su habitación, de su santuario de hermosuras. Las llaves, las botas de cuero contra el piso de madera, los pasos, los incesantes pasos; por último, en la cocina, los platos moviéndose, las tazas siendo buscadas y encontradas.

Pero Damon siguió, besando el cuello de Graham que estaba tenso, acariciando la espalda del menor con cariño y ansiedad. Finalmente, intentó despreocuparlo. — ¿Y qué importa? No pasa nada, dale... — Porque a él no le importaba, no podría importarle menos. ¿Y qué pasaba si un externo escuchaba? Nada. Estaba seguro de que era tan inglés como él y (que por lo tanto) sabría cómo tocar la puerta, cómo dar espacio e intimidad si reconociese que su compañero de piso tenía "visita"

Mas a Graham no, a él si le importaba y cómo. — No Damon, no puedo. Si nos escucha... — entonces, oyó a Alex »¿Grem? ¿Estás?«, y no pudo más. Le surgió un hormigueo en su inestable agarre, y cuando sintió el pecho oprimiendósele se levantó de la cama erguido como un soldadito de plomo. Y era él como el plomo en ese momento, pesado. — Disculpame, te pido que me disculpes pero tengo que ir.

Satyro;; ( gramon. )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora