IV.

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IV.

Para cuando Eric se encontró cerca de la estación de autobuses se percató de que había dejado el teléfono en el hotel. Había salido despavorido y se había olvidado por completo del maldito móvil. Y lo tenía sin contraseña. Estaba casi seguro de que Alan lo iba a revisar porque él habría hecho lo mismo de haber resultado al revés. Maldijo en voz alta y gruñó dándose un golpe en la pierna derecha con el puño apretado.

Ya estaba muy lejos del hotel y no había forma de usar un teléfono público porque al actual alcalde se le había ocurrido la grandiosa idea de quitarlos. La ciudad ya no ofrecía ese servicio desde hacía algunos meses.

Miró las calles vacías y aguardó a que pasase un taxi. Iría a la casa de Alan, no le quedaba otra opción. Ni de broma lo dejaría divertirse con sus asuntos privados. Pero los minutos transcurrían y ningún taxi aparecía en la calle principal. Pensó que si tal vez caminaba hasta la avenida sería más fácil de conseguir uno, y refunfuñando comenzó el largo trayecto, pensando en lo ocurrido, en la mamada que Alan le había dado por primera vez.

Pensó en aquella escandalosa y reveladora declaración: Alan pensaba en él cuando estaba con Ana. Solo así lo conseguía. Alan, quizás, solo quizás, sentía algo por él. ¿Y qué sentía él por Alan? ¿En realidad era lástima? ¿Seguía siendo un acto de caridad? ¿Una buena obra? Indudablemente había algo escondido entre sus elucubraciones; porque constantemente pasaba sus noches reviviendo los momentos con Alan. Pero había una tela que había colocado entre ambos para resultar ileso en caso de que las cosas tomasen otras formas. Sabía que a menudo sucedía y no sería la primera vez que se dejase llevar por lo bien que se sentía estar con alguien que no le valoraba lo suficiente.

Con Gael había sido como lanzarse de un helicóptero sin paracaídas. Su exnovio no estaba en el armario, pero tampoco tenía los pies en la Tierra. Había resultado un hijo de puta como todos y le había pintado tremendo cuerno con un muchacho que le había presentado como un primo lejano. Y él, tan estúpido como lo era cuando se enamoraba, se había tragado la diarrea verbal aun y cuando el propio Martín le había advertido. ¡Y Martín era hetero!

Desde entonces no daba paso sin huarache y, justo como le había dicho a su mejor amigo, lo que buscaba era divertirse. Y si se había encrespado con Alan era por su rollito del chico hetero que siempre le escupía a la cara. Al principio le daba risa, pero se había convertido en un chiste que, de tanto escucharlo, ya le ofuscaba. Estaba harto, de eso estaba seguro.

Por otro lado, Alan conducía hacia su casa con la mente llena de animalitos alados. El teléfono de Eric llevaba buen rato vibrando en el asiento de copiloto, pero no lo quería contestar porque no sabía quién rayos era Chuy. No conocía a ningún cabrón que se llamase así, pero a este ya empezaba a odiarlo por lo insistente que estaba resultando ser.

En el trayecto no pudo pensar demasiado en que se la había mamado a Eric; lo único que pensaba era que Eric estaba enojado con él y sin razón aparente. ¿Qué le había sucedido? Sí, entendía lo de que siempre lo cortaba con su no soy ningún marica, pero creía que su reacción había sido exagerada. Se había portado justo como Ana cuando esta se enojaba por cualquier tontería.

Aparcó su auto y cogió el móvil antes de adentrarse en su casa. Las luces estaban apagadas, por lo que dedujo que su padre ya estaba dormido. Era un hombre madrugador que siempre se despertaba antes que los gallos; él despertaba a los gallos con sus refunfuños mañaneros.

Se tumbó boca abajo en su cama y cogió el teléfono de Eric. Tenía el Whatsapp a reventar. El muy ladino estaba en más de veinte grupos y tenía una larguísima lista de chicos con los que hablaba. Tenía más de cincuenta mensajes sin leer, pero no era tan tonto como para leerlos sin el permiso de Eric, por eso decidió abrir alguna conversación al azar y recurrió a los contactos más frecuentes: el número uno era Chuy, pero este le había dejado algunos mensajes y no quiso abrir la conversación; le secundaba Martín y por último Rodrigo y un tal Camilo. Pero el último también le había dejado mensajes sin leer. Entonces abrió la conversación de Rodrigo y miró su foto de perfil: una fotografía de un tipo altísimo con cara de pocos amigos. No era feo, pero tenía ese gesto amenazante de matón a sueldo.

A puerta cerrada [EXTRACTO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora