7. Soltando el peso

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APOV.

—Beatriz, yo no merezco su perdón. — dije, con la voz pendiendo de un hilo. Betty estaba llorando. Había empezado a llorar desde hacía un rato, mientras me escuchaba hablar. Yo tenía un nudo en la garganta que amenazaba con tomar el control y hacerme explotar en llanto. Beatriz no pudo resistir más sus lágrimas, empezó a llorar con mucha fuerza. Su respiración estaba acelerada, se le cortaba por la fuerza del llanto. Se llevó las manos a su rostro para retirarse las gafas e intentar limpiarse las lágrimas pero era inútil, no paraba de llorar. Por unos segundos me sentí petrificado, verla llorar de esa manera me partía el alma. Me hacía pensar que yo definitivamente no merecía ni su saludo, ni que ella estuviera conmigo. No resistí más y empecé a llorar también, las lágrimas comenzaron a descender por mis mejillas, mientras me encontraba absorto en mi propia tristeza. No, probablemente Beatriz no me merecía porque yo no merecía ni estar vivo, pero yo la amaba. Y, pese a que yo fuera una decepción, un monstruo, no podía verla así. No soportaba ver a la mujer que amaba con toda mi alma llorar... y por mi culpa.

Levanté mi mano temblorosa para acariciarle una de sus mejillas humedecidas por las lágrimas. Me acerqué a ella y junté mi frente a la suya. Ella me miró fijamente mientras trataba de regular su respiración y cesando el llanto. Llevé mi otra mano a su otra mejilla para acunar su rostro. Cerré mis ojos porque sabía que si la miraba no podría hablar, me cortaría la voz el llanto.

—Beatriz Pinzón Solano, no merezco su perdón. No merezco gozar de su presencia, ni de su calor. No merezco sus besos, ni sus abrazos. No merezco su dulzura, ni su compañía. Pero soy un maldito egoísta y lo único que quiero es estar a su lado. Usted me da vida, Beatriz. Usted llegó a mi vida para mostrarme que mi existencia no era más que un engaño — abrí los ojos para mirarla. Ella continuaba observándome con su mirada cálida y penetrante, con sus ojos color avellana inspeccionándome, escuchándome, descifrándome y asegurándose si no estaba mintiéndole. — Usted es mi vida, Beatriz. Yo no pretendo obligarla a quedarse conmigo. Ya la hostigué, la perseguí, le insistí y me entrometí en su privacidad. No merezco nada de usted pero aún así quiero decirle que la amo y que mi corazón le pertenece. — terminé de hablar. Aún no podía dejar de llorar. Me sentía como hacía unos días, cuando había sentido tanto dolor al leer las páginas íntimas de su diario. Sentía que si ella se me iba, mi alma se iba con ella. Pero ella no se estaba yendo, tampoco estaba rechazando mi tacto, no me estaba alejando. Ella permanecía con su rostro en mis manos y, en cuanto terminé de hablar, imitó mi acción: con sus dos manos acunó mi rostro, fortaleciendo más nuestra unión.

—Doctor Armando Mendoza, yo a usted le dije hoy nada más que la verdad: que lo amo. Que ya lo perdoné. Que en mí también hay mucho amor por usted... que quiero quedarme. Porque descubrí que usted no me mentía: descubrí que usted había sufrido tanto como yo cuando todo se nos vino abajo. Descubrí que no me mentía cuando me decía que se había enamorado de mí... — las palabras que estaba expresándome me llenaron de éxtasis. Sentí como todo en mí se aceleraba, la energía que ella me provocaba me alocaba. No podía ni siquiera contar los latidos de mi corazón porque iban a mil. Mi Betty quería estar conmigo. Mi Betty no se me iba a ir. No pude resistirme más y, gracias a la cercanía que mantenían nuestros rostros, inmediatamente me pegué a ella para empezar a besarla.

Beatriz abrió su boca casi que por inercia, en una clara invitación a que mi lengua entrara en ella y buscara la suya para entrelazarse y empezar el jugueteo que tanto nos deleitaba a ambos. Nuestras respiraciones aún estaban inestables y todavía algunas lágrimas recorrían nuestros rostros. Sin embargo, el beso en el que nuestras almas se estaban encontrando era, sin lugar a dudas, el beso más sincero, más real y más cargado de amor que haya dado jamás. En aquél beso se selló nuestra unión, fue la forma que ambos tuvimos para decirnos que estábamos juntos, que no nos íbamos a separar. Fue la forma que nuestros cuerpos eligió para dejar en claro que el amor que nos unía no era una patraña, no hacía parte de ningún plan macabro. Y, sobre todo, fue la forma de decirnos que ahora todo estaba bien, y lo estaba porque estábamos juntos, abrazándonos en el perdón y la unión más pura y transparente.

Juntitos los dosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora