El mar continuaba agitado. El barco se mecía de un lado hacia el otro sin piedad alguna para los estómagos poco habituados al incesante movimiento del suelo. No había sido una noche fácil para pasarla en altamar y eso se debía a una colosal tormenta que los azotó durante horas. El agua se filtró por cada grieta, el viento helado les caló hasta los huesos y los rayos no pararon de caer hasta, por lo menos, una hora atrás. Pero el panorama ya estaba calmo y el cielo, aun manchado con los retazos de la tormenta, ya comenzaba a aclarar con una débil y pálida línea que no tardaría en convertirse en ese destello naranja y rosado refulgente que solía preceder a la salida del sol. Lo peor, de momento, había pasado.
Araz Dovar, o Raz como todos estaban habituados a llamarlo, estaba en la cubierta. El suelo mojado producto de la lluvia y el mar bravío era sus únicos acompañantes. Eso sin contar a la triste lámpara de aceite que se agitaba igual a un ave atrapada en una jaula. Contemplar el agua indómita y perderse en sus pensamientos era uno de sus pocos entretenimientos en el barco, eso sin contar las veces que le tocaba ayudar con las tareas de mantenimiento de la nave. A esos mercantes siempre les faltaba una mano. Durante los doce días que llevaba a bordo no había tenido mucho por hacer, excepto limpiar la cubierta, ayudar con los nudos de las velas o contribuir en la cocina. El resto del duro trabajo marítimo estaba reservado a una parva de fortalecidos marineros que se ganaban la vida comerciando por lugares a los que otros mercaderes no se molestaban en visitar.
—¿Otra vez triste? —le preguntó de pronto una voz infantil. Raz no se molestó en mirar hacia abajo para saber de quién se trataba. Era una pequeña de ocho años, con el cabello color miel, ojos claros, nariz respingada y unas pecas que iban de un extremo a otro de su cara.
—Vete —ordenó él, sin prestarle atención a la niña. Su voz sonó amarga y resentida. Esos eran los sentimientos más positivos que había experimentado en las últimas semanas.
—¡No seas tan gruñón Yabi! ¡Finalmente lo estamos haciendo! ¡Voy a conocer las Ciudades! —expresó la pequeña con la alegría típica de un niño cumpliendo un sueño que tanto tiempo llevaba esperando.
Ofelia, o Affie como le gustaba que le dijeran, llevaba soñando con conocer las veintiún ciudades de Maragdi, el imponente continente del este, desde que Raz comenzó a contarle historias sobre ellas para que pudiera dormir. Cada noche, cuando sus ojos luchaban para no ser vencidos por el sueño, ella le hacía prometer que algún día la llevaría a conocer los escenarios donde se desarrollaban tan fabulosas aventuras. Raz siempre le dijo que lo harían, pero en ese momento, cuando el viaje estaba en su etapa final, comenzaba a arrepentirse de esa promesa Llevaba casi diez años sin pisar el continente y, de haber sido posible, habría esperado otra década más. Pero una promesa era una promesa, y no existía una más grande de la que se le hacía a un ser querido.
—¿Estamos por llegar a Marinas? ¡Pero esa es la ciudad portuaria más grande que queda al noroeste de la capital! ¡Pensé que el mejor lugar para comenzar el viaje era desde Deneon! —chilló la niña, pero Raz volvió a ignorarla con sumo dolor.
Todos sabían que ningún barco, principalmente aquellos que regresaban del gran mar luego de aventurarse por las islas de la fractura, tenía permitido atracar en Deneon. Raz era consiente que la guerra con Aslerina, el gran continente que quedaba en extremo oeste del mundo, había finalizado hacía poco más de tres años. Todo el mundo se enteró de la noticia y se prestó a las celebraciones. Pero antes de todo eso, durante los días más turbios por el conflicto que involucraba el control de los océanos, los únicos barcos que podían atracar en Deneon eran aquello cuyas bodegas habían sido registradas meticulosamente por la Guardia en todos los puertos habilitados de la línea costera. El temor a una invasión o a un atentado enemigo no era algo que se tomara a la ligera.
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FantasyRaz puede ver y usar algunas las fuerzas que conforman el entretejido de este mundo y el del más allá. Su deber, y el de los hombres y mujeres que forman el Enlace, es protegerlos a ambos de la amenaza de los Taú. Pero al volver a casa para cumplir...