Capitulo 2

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—¡Por aquí, Yabi ! —gritó entre risas la niña que corría por la playa, arrastrando arena blanca con sus pies descalzos. El agua llegaba en forma de intensas olas hacia la orilla, y retrocedía luego de un instante, dejando un camino de burbujas y espuma que no tardaban en desaparecer. Desde dónde estaban podía escuchar a las aves cantando una melodía especial. Era como si supieran que ese día la pequeña celebraba su séptimo cumpleaños y quisieran formar parte del festejo.

—¡Espera! —le pidió Raz al detenerse a descansar. Se sostuvo las rodillas e inclinó la cabeza con los ojos cerrados. Estaba sumamente agitado por llevar gran parte de la mañana persiguiéndola. Las gotas de sudor bajaban por su frente con la rapidez de un ejército de hormigas.

—¡Aquí! —gritó la niña. Pero su voz sonó más lejana en comparación a la distancia que en verdad los separaba.

—¡¿Affie?! —llamó Raz al alzar la cabeza con alerta. No vio a la pequeña en ninguna parte, ni por delante ni por detrás. Buscó un sitio dónde pudiese estar escondida, pero no importaba hacia qué lugar mirase, solo veía arena blanca. Avanzó a pasos agigantados gritando su nombre y pidiendo ayuda. Pero nada sucedió. Nadie acudió en su auxilio.

Estaba solo.

El mar había quedado en silencio. Ya ni siquiera las aves cantaban.

—Yabi, me mentiste. Habías prometido que siempre me protegerías. Pero morí... —le recriminó una voz cavernosa que parecía haber surgido desde los confines más oscuros del mar, teñido de rojo como la sangre.

Raz despertó sobresaltado, con el cuerpo empapado de sudor y la garganta completamente seca. En la ventana se veía el cielo nocturno, sereno y mágico, repleto de unos infinitos puntos centellantes que brillaban con diferentes tonalidades. Vio que las cortinas se agitaban ante el ingreso de un torbellino de aire fresco, gracias al cual experimentó una baja en la tensión que lo dominaba. Se acercó hasta la ventana para apoyarse en su marco. Puso los brazos por delante y pegó el mentón al pecho, dejando que la brisa fresca lo inundara y despeinara sus cabellos largos. La agitación provocada por la ansiedad fue remitiendo lentamente, y luego de un largo momento su corazón se tranquilizó hasta recuperar un ritmo de latido más normal.

«Solo fue otra pesadilla», se dijo, igual que siempre. Pero ya estaba cansado de ellas. Estaba cansado de la incertidumbre que le provocaban. Solo quería que todo eso acabara de una vez.

A continuación Raz se sentó en la cama y frotó su sien para eliminar los últimos rastros de la pesadilla. No tenía idea cuánto tiempo había dormido, pero parecía que ya no quedaba nadie despierto en casa. Vio que su macuto seguía en el mismo lugar en qué lo dejó antes de dormirse. Entonces soltó todo el aire atrapado en sus pulmones, repleto de un gran alivio. Se levantó con cierto pesar y fue directo al baño más cercano. Luego de acondicionarse se cercioró si acaso quedaba alguien despierto a esa hora. El silencio reinaba tanto dentro como fuera de la propiedad. Marinas era una ciudad bulliciosa de día pero a la noche caía sobre ella un manto de tranquilidad, arrullado solo por el sonido del mar chocando contra la costa.

Sin embargo su instinto, una fuerza interna imposible de desobedecer y que siempre guiaba sus pasos hacia el camino correcto, le indicó que no era el único despierto en la propiedad a esa hora. Un aroma a hierba e incienso quemados se coló en la habitación, y al asomarse por la ventana vio una fina columna de humo elevándose desde la azotea. Tomó el macuto, preparado para afrontar una de las batallas más difíciles de su vida, y se dirigió al último piso de la vivienda por las escaleras. En la ventana al final del pasillo de la derecha encontró unos escalones tallados sobre la piedra del balcón.

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