Capitulo 3

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Lo que Raz siempre había detestado de Maragdi era las enormes distancias que había entre las grandes ciudades. En épocas de antaño el continente se había dividido en comarcas, pero un día a los listillos de los Temhara se les ocurrió cambiarle el nombre a los territorios y rebautizarlos como ciudades. Lo que era conocido como una gran ciudad en realidad era un vasto territorio sembrado por un centenar de poblados repletos de caminos que conducían hacia una ciudad capital. Dada la amplitud del terreno Raz pasó por muchos poblados aislados. Muchas de esas comunas no superaban a los doscientos habitantes, y sobrevivían exclusivamente del comercio con Marinas. La travesía hasta la frontera con Geet se prolongó a lo largo de dos días y medio. Por fortuna ese pequeño tramo del viaje transcurrió sin ningún problema, dado que las nubes de la insurgencia no parecían estar interesadas en esa porción del territorio. De momento. El mayor entretenimiento al que Raz pudo echarle mano fue la observación del paisaje a través de las ventanas del carruaje. Desde enormes bosques de árboles con hojas esmeraldas que combatían al sol, hasta amplios páramos dónde la vista se perdía entre campos repletos de millones de flores multicolores.

Dentro del informe resumido de Frank encontró un mapa de la región con el camino que estaban siguiendo hacia Geet. Una vez en esa ciudad Raz debería tomar sus propias decisiones para llegar a Vará.

Pese a la amarga primera impresión que le había dado, el cochero demostró ser un buen compañero de andanzas. La primera noche que se detuvieron para cenar, también para que los caballos pudieran comer y descansar, el cochero le dijo que se llamaba Rufus. A medida que fueron entrando en confianza Rufus le contó unas divertidas historias de sus años viajando exclusivamente por el territorio noroeste del continente. Luego de un par de horas de conversación, y unas cuantas copas del licor que Raz tomó prestado de la casa de seguridad, Rufus se vanaglorió de ser el único cochero de Marinas que se atrevía a viajar hasta el límite con Geet. También lanzó varias maldiciones hacia sus colegas por tenerle miedo al peligro que acechaba en los caminos, otrora tranquilos y seguros.

Pero cuando se le pasó la rabieta, el cochero reconoció que el temor de sus colegas a transitar esos caminos tan alejados no era infundado. Un par de meses antes tres hombres zaninos atacaron a un cochero y lo mataron para robarle sus caballos. Rufus parecía confiado en que nada malo le sucedería, pero siempre tenía a mano una ballesta de tiros múltiples por precaución.

—¿Qué son los zaninos? El nombre no me suena —admitió Raz al lado de una crepitante hoguera, donde quedaban solo los restos chamuscados de la cena.

Rufus lo miró receloso, por eso Raz excusó su ignorancia sobre los temas actuales a la larga estancia que pasó fuera del continente. El cochero le comentó con mayor tranquilidad que los zaninos eran una banda de mercenarios de las islas zanin, ubicadas cerca de los gélidos páramos del sur. Estos habían sido contratados por algunos ricachones para rescatar a algún familiar secuestrado o recuperar algo que les fue robado. No era extraño encontrárselos por los caminos en pequeños grupos, ocupados principalmente en darles caza a los rebeldes.

—Son una parda de brutos a los que les encanta ocasionar problemas cuando se emborrachan. La Junta ha perdonado algunas de las atrocidades que han cometido gracias a que son efectivos. Compiten con la Guardia para demostrar quién atrapa a más rebeldes, pero los idiotas no se dan cuenta que son carne de cañón: es preferible que los rebeldes maten a un mercenario antes que a un soldado de la Guardia. Los llaman el mal necesario. Pero a mí me da igual —dijo Rufus dándole unos golpecitos al arma apoyada sobre su pierna—. Amo mi trabajo, pero también amo pasar tiempo con mis nietos.

Al segundo día de viaje Rufus se mostró optimista en que llegarían a Geet a tiempo y sin ningún problema. Pero a medida que avanzaban más hacia el norte, Raz empezó a sentir náuseas en la boca del estómago. Una especie de aura oscura, como si fuera una cortina de humo gris, se extendía por muchos de los poblados que atravesaron. En esos lugares lo invadió una sensación de desgano y depresión. Todo tuvo sentido cuando el cochero le explicó que por esos sitios se habían producido varios de los atentados de la Furia, que dejaron a casi un centenar de muertos y heridos.

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