Capítulo 1.3: Calidez.

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Pt 3: Calidez.

P.O.V Rin:

Las flores me deleitaban de una maravillosa forma, siempre lo habían hecho. Incluso desde que era tan solo una bebé.

Siendo sincera, la naturaleza entera me embebía todo el tiempo sin ningún tipo de distinción, fascinándome de sobre manera el estar al aire libre y así mismo, el encontrarme midiendo con cautela el indiscutible orden propio que tienen todas las cosas y en especial los bailarines y cálidos rayos del Sol mañanero al recorrer por dónde les apetece en compañía del impredecible viento, quién clama y marca su indiscutible poderío y presencia en todo lo que toca, en todo lo que quiere: desde siempre cada una de estas cosas me parecía infinitamente gustosas, un regalo del cielo, algo divino del que disfrutamos los hombres. 

Había veces en las que casi podía pasar horas observando mí entorno y corriendo a su alrededor, danzando en su gloria. Mis mejores y peores recuerdos empezaban y terminaban cerca de la naturaleza, incluso el recuerdo más lejano que tengo —me atrevería a decir— es estar sentada frente a un reluciente río en brazos de una persona que no recuerdo pero estimo que hubo de ser mí madre: tenía una especie de calor tan dulce que me arrullaba y brazos suaves y carnosos.

 Desde que tuve conciencia, percibí y noté que deseaba internamente la brillantez y belleza natural en todo lo que me rodea, deseaba esa calidez tan persistente, tan distinta de dónde creo provenir en la medida de las posiblidades. Es por ello quizás que el sonido hueco de las vasijas, el olor y calor característico, la compañía y el caldero hirviendo aún siendo ligeramente contrario pero no menos cálido en cierto contexto: me llenaban de una satisfacción casi agónica llegados a éste punto. 

Cocinar —antes con la anciana Kaede y ahora con la señorita Kagome— para todos, era como un pequeño placer, serles útil, ofrecerles mi agradecimiento: ofrecerles mi propia calidez, tal como me la ha estado brindando la naturaleza desde que recuerdo me hacía feliz. Después de todo, siempre me ha encantado ayudar a los demás.

Admitía que al principio había sido extraño, el Señor Sesshômaru se había marchado con el señor Jaken hacía el Oeste confiando en que todo estaría bien, pero en el fondo, había una persistente sensación de que le era insuficiente, que solo era un problema tal como el señor Jaken había profesado tantas veces y que finalmente, él amo ya no quería más a Rin a su lado. 

No obstante, poco después había asumido que eso no era así, que su cabeza había elaborado conjeturas sin hechos, yendo más rápido incluso que la realidad: su amo la había dejado para que compartiera con una familia, con los demás, para que apreciara esa calidez. Su amo Sesshômaru era alguien noble, no quería privarla de algo como eso.

La señorita Sango, el monje Miroku, la señorita Kagome, hasta el mismo señor Inuyâsha y el dulce Shippô, todos eran parte de una gran y variopinto hogar, unidos más por algo tan importante como el destino que por algo tan tonto como lo es el nacimiento o la sangre. Algo tan parecido y distante de la forma en que amaba al amo Sesshômaru.

Era curioso como para ellos las comidas eran tan importantes yendo al caso: era tan fundamental compartir también. Ellos se sentaban en comunión, hablando de todo y nada y llenaban todo su alrededor de una brillantez tan profunda y casi desconocida, que fue realmente difícil el evitar sentirme como una intrusa, y al mismo tiempo presa de uno de esos sentimientos tan mezquinos o egoísta como el anhelar algo de valor ajeno, deseaba ser parte de esa bondad a medida que los observaba. 

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