El mito del lobizón es uno de los más difundidos a través de los tiempos. Son innumerables las culturas que han asimilado la creencia en un hombre que, en virtud de algún maleficio, se transforma en una fiera terrible. Y en Latinoamérica esta creencia es muy popular.
En el Río de la Plata existe una superstición que asegura que el hermano menor de una serie ininterrumpida de siete hijos varones nace inexplicablemente con la maldición de transformarse en una bestia feroz. Aunque en diversos sitios de la campaña la forma de la bestia varía (ya que puede ser indistintamente un chancho, un perro salvaje, un gato de monte o todo eso junto a la vez) se admite que el lobizón se parece mucho al lobo. En gran parte esto se debe a que la cara del lobo tiene un magnetismo muy especial del que carecen otros animales, y es tal vez por esto que la imagen de esta fiera sobrevive en el imaginario latinoamericano, a pesar de su carácter foráneo en la fauna de la región.
En las leyendas más antiguas de las que se tiene noticia -sobre todo en las de las culturas animistas que consideraban a la luna un energizarte de espíritus- esa facultad de transformación era concedida por la luna llena. Pero esta convención fue modificada con el advenimiento del cristianismo, en especial con la significación sagrada del Viernes Santo, momento en que según las Escrituras (Mateo, 27:45) es propicia la aparición de los seres del mal. Por esta razón, en la actualidad los criollos admiten que el lobizón se transforma los días viernes de luna llena.
Según se cuenta, una vez transformado en bestia el lobizón es muy cuidadoso de que no lo hieran, pues de lo contrario la herida se transmitirá al cuerpo humano y su identidad sería revelada. Por esta razón, una de las mejores maneras de ahuyentarlo es presentarle a la vista cualquier objeto cortante, como un cuchillo o una botella rota. Para liberar definitivamente a un lobizón de su maldición el único método conocido consiste en hacer apadrinar a la criatura por el mayor de sus hermanos. Por lo demás, hay acuerdo en admitir que el hombre que padece la maldición de ser un lobizón es consciente de su naturaleza, circunstancia que suele provocarle hondas preocupaciones. Si es un hombre bueno, cuando llega la tarde de los viernes trata de replegarse o de encerrarse, como una forma de proteger a sus seres queridos. Si no procediera así, el lobizón sería un peligro para cualquiera, pues mientras tiene forma de bestia no posee recuerdos de su vida humana.
Se conocen muchas leyendas sobre lobizones en diferentes rincones de Uruguay, sobre todo en las estancias del norte; basta recorrer el país y conversar con su gente para comprobarlo. Pero hay una que es sin dudas la más impactante de todas. Ocurrió hace ya algún tiempo en la histórica localidad de Masoller, en el departamento de Rivera.
Por entonces Masoller no se parecía en nada al pintoresco pueblito que hoy conocemos. En realidad, apenas si se trataba de un puñado de ranchos de paja y barro endeblemente apilados en el medio del campo. En aquel desamparo, rodeado de estancias por los cuatro costados, perdido en cualquier lugar de la inagotable campaña, compartían algunos pocos vecinos con sus animales una vida elemental, agreste y rutinaria.
En aquel establecimiento había una joven, nacida allí mismo, muy querida por los lugareños. Nadie recuerda su nombre, pero aseguran que además de muy bonita era reservada, introvertida y casi enojosamente tímida, como muchas jovencitas del campo. Vivía pobremente con su familia, atendiendo las tareas del hogar y colaborando también en las duras tareas del campo, cumpliendo de sol a sol jornadas demasiado pesadas incluso para las fuerzas de un hombre.
Un buen día, esta jovencita se puso de amoríos con un muchacho que trabajaba en las instalaciones del pueblo. Había opiniones un poco encontradas acerca de este candidato. Nadie dudaba que se trataba de un sujeto honrado y trabajador, pero se decía también que era demasiado taciturno, de pocas palabras y a veces malhumorado. Un poco raro en general, y no sólo porque así suelen ser en realidad algunos rudos paisanos del campo, sino porque además había trascendido que este muchacho era un séptimo hijo varón y todas las miradas de Masoller recaían inquisidoramente sobre el señalado, por lo bajo, que era un lobizón.
Cuando al cumplir los diecinueve años de edad la moza anunció que se iba a casar con éste joven, la gente del pueblo recibió la noticia con una mezcla de regocijo y de inquietud. La mayoría de los vecinos se alegraron con sinceridad por aquella boda, pero muchos no dejaron de recordarle a la joven en cada ocasión que podían los rumores que versaban sobre su enamorado y de rogarle por todos los cielos que no tomara una decisión apresurada. Pero ella, a pesar de las francas advertencias recibidas persistió firme en sus convicciones, porque quería al muchacho. Y un buen día éste se la llevó a vivir a su rancho.
Los primeros días de convivencia de la feliz pareja transcurrieron con absoluta normalidad. El rancho en que vivían, ubicado en un claro del monte, era oscuro, desamueblado y sumido en la precariedad, pero a los jóvenes no les importaba en lo más mínimo porque se tenían el uno al otro y eso les parecía suficiente.
Sin embargo, dicen que no pasó mucho tiempo antes de que la joven comenzara a sentirse perturbada por algunos comportamientos extraños de su marido. En especial, la desconcertaba la costumbre del hombre de pasarse largas horas hacia el atardecer de los días jueves mirando como hipnotizado a través de una ventana que daba hacia el este. En tales circunstancias, si ella le preguntaba acerca del motivo de su silencio él no le contestaba y continuaba con los ojos perdidos en el vacío, mateando despacio. Peor aún se ponía los días viernes de luna llena, cuando era dominado por una especie de desesperación. Caminaba de un lado al otro de la casa como un animal enjaulado, muy inquieto. En estas ocasiones, no era extraño que los perros rondaran las postrimerías del rancho ladrando alterados.
La gota que colmó el vaso ocurrió una cierta noche de Viernes Santo. En mitad de la madrugada, mientras la joven dormía, el hombre abandonó en silencio la cama y salió a caminar por el campo. No regresó sino hasta poco antes del primer canto del gallo y jamás cruzó con su mujer siquiera una sola palabra sobre el incidente. Con el tiempo, este enigmático comportamiento del hombre comenzó a hacerse periódico. La joven al principio se lo permitía porque estaba ya bastante acostumbrada a ese tipo de extravagancias y simulaba dormir cuando su marido se levantaba y permanecía despierta hasta que regresaba. Pero poco a poco la curiosidad comenzó a hacer su trabajo, hasta que al final la muchacha se dijo que lo mejor sería seguir en secreto a su marido para averiguar a que suerte de actividades se dedicaba en aquellas misteriosas peregrinaciones nocturnas.
Fue así que al viernes siguiente, cuando su marido se levantó, ella se hizo la dormida como en tantas otras ocasiones. Pero luego de unos momentos se levantó a su vez de la cama decidida a seguir el rumbo de sus pasos. Muy sigilosamente, para no ser notada, avanzó hasta la puerta del rancho y desde allí pudo comprobar que su marido se internaba hasta una arboleda que distaba a unos cuantos metros y se perdía a paso lento en la oscuridad de una noche fría y estrellada. Ella esperó todavía unos segundos a que su marido se alejara y luego salió procurando con disimulo darle alcance.
Mientras lo seguía a escondidas, a escasos metros detrás de él, una de las cosas que le llamó más poderosamente la atención fue la manera en que avanzaba su esposo. Lo hacía con los ojos abiertos y la mirada perdida, hipnotizado, como si estuviera respondiendo a un secreto llamado que proviniera del interior del monte. Pero lo más raro de todo es que su andar se iba haciendo cada vez más extravagante. Caminaba como encorvado hacia adelante, como si lo aquejara un dolor muy agudo en el vientre, y tanto se desarrollaba que de vez en cuando utilizaba alguna de sus manos para ayudarse en el desplazamiento. Finalmente, Al llegar a un sitio dominado por gruesos pastizales, el hombre se dejó caer al suelo en medio de penetrantes gruñidos.
Su cuerpo comenzó entonces a sufrir la más bizarra de las metamorfosis. Los colmillos le crecieron de golpe, un pelaje muy abundante comenzó a ganar todos los rincones de su piel y sus ojos se enrojecieron al fuego de una furia intensa. Las ropas que llevaba se rasgaron por el aumento del tamaño de los músculos. Luego la bestia se incorporó, por fin, y la mujer pudo comprobar aterrada que lo que antes fuera su marido de pronto era una especie de lobo que parado sobre las dos patas traseras alzaba su hocico y aullaba al cielo. Arriba, la luna llena recortaba su blanca silueta sobre la negrura de la noche.
Al presenciar aquel espectáculo, la moza optó por alejarse lo más silenciosamente posible de allí. Pero tan nerviosa se encontraba que al intentar retroceder pisó sin querer una rama seca, la cual al romperse emitió un crujido sordo que provocó la atención de la fiera. Aquel terrible animal dirigió entonces sus ojos llenos de rabia hacia la joven y luego comenzó a correr enfurecida hacia donde ésta se hallaba, dando saltos y describiendo movimientos imposibles de realizar para un ser humano.
Cuando la joven tuvo la certeza de que este animal no podía reconocerla como su diurna esposa y que de acercaba hacia ella con firmes propósitos de hacerla pedazos, decidió partir en una desaforada carrera hacia la seguridad del rancho, temiendo no poder llegar nunca. De hecho, los pasos de la fiera eran mucho más grandes que los de ella y por más que obligó a sus piernas en la persecución llegó a sentir en un momento la respiración caliente de sus fauces humedeciéndole la nuca. Creyéndose perdida, la joven no tuvo más remedio que treparse al árbol más cercano con la velocidad de un rayo y desde las alturas asistir al modo en que el animal tiraba tarascones al aire y saltaba con todas sus fuerzas alrededor del tronco tratando de subir. Tan cerca estuvo la fiera de devorarla que con una de sus feroces dentelladas había logrado rasgar el vestido de la joven.
Como pudo, la joven se acurrucó contra una horqueta del árbol y desde allí comenzó a tratar de apaciguar la ira de la bestia. Le solicitaba que no le hiciera daño, alentándola con cariñosas palabras a que se acordara de quien era. Sin embargo, el animal estaba furioso, dando terribles gruñidos con el lomo erizado. En determinado momento se paró en sus patas traseras y quedó con su rostro a pocos centímetros de la moza. Ella, por supuesto, pensaba que había llegado ya su hora, pues a la fiera le bastaba estirar una de sus garras para destrozarla. Sin embargo, el animal no lo hizo, y se quedó mirando a la joven directamente a los ojos. Fue como si de pronto se reconocieran, o como si ambos estuvieran tratando de buscar en sus miradas algo familiar. Paulatinamente, el animal comenzó a declinar su furia y luego de unos instantes de inmovilidad en aquella mutua contemplación rompió en aullidos y, todavía con un pedazo del vestido colgando entre los dientes, huyó despavorido al interior del monte.
Cuando las cosas parecieron ponerse un poco más tranquilas la joven decidió bajarse del árbol y tratar de regresar al rancho. Así lo hizo, todavía llorando de miedo, no sin antes tropezar una o dos veces en el camino dada la desesperación que la dominaba. Una vez dentro, cerró la puerta estrepitosamente tras de sí, y se mantuvo en alerta unos cuantos minutos con temor a que la fiera regresara.
Segura de que aquel terrible animal se había marchado para siempre, decidió meterse en la cama para tratar de relajarse. No esperaba dormirse, ya que estaba muy alterada, pero pensaba que sería la mejor manera de conseguir que las horas pasaran rápido y aprovechar la primera luz del amanecer para abandonar el rancho. Sin embargo, el sueño y el cansancio pronto la vencieron y casi sin querer se quedó profundamente dormida.
A la mañana siguiente, muy temprano, unos ruidos en la cocina la despertaron. La joven se levantó entonces muy despacito, todavía temerosa de lo ocurrido hacía muy pocas horas, y fue hasta allí a averiguar de qué se trataba. Abrió la puerta y entonces vió, junto a la estufa a leña encendida, a su marido que, sentado muy tranquilo en una silla, se cebaba un mate con la caldera como si no hubiera pasado nada.
La moza, con mucha delicadeza, se acercó al hombre y le dijo algunas palabras, intentando averiguar si recordaba algo. Pero él, por supuesto, no recordaba nada. Y más todavía, cuando la joven le refirió en medio de un mar de lágrimas la extraña situación de la noche anterior, él le replicó que aquello no había sido más que un mal sueño y se rió de lo que le contaban con una carcajada grande, por lo absurdo que le parecía. Lo verdaderamente horrible del caso, es que cuando esto ocurrió, la moza, de un sobresalto, logró advertir entre los dientes de su marido una hilacha de tela, una hilacha del vestido que aquella terrible fiera le había rasgado en el ataque.
La joven armó de apuro entonces un atado con sus pocas pertenencias y le comunicó a su marido que no sería capaz de seguir viviendo con él. Luego se fue del rancho, y también del pueblo y nunca más se supo nada de ella. Dicen que la joven hizo lo propio poco tiempo después, incapaz de asimilar la situación.
Pero aseguran los vecinos más viejos de Masoller que todavía hoy, ciertos viernes a la noche, un perro demasiado grande ronda maliciosamente los caseríos aullándole a la luna, más solitario que nunca.
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Voces Anónimas
HorrorEl presente libro contiene una recopilación de relatos, historias y leyendas mágicas recogidas de la tradición oral de diversos países del mundo. Se trata de una adaptada al formato literario de algunas de las más destacadas narraciones salidas al a...