VI

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Oh Dios, no me arrepentía de ni un sólo de los besos que nos dimos aquella tarde, ni de los abrazos tímidos, ni de los roces accidentales, ni de las caricias compartidas, ni de haber respirado su olor cómo yo tanto había querido durante años, ni de haberle dicho que me gustaba, ni de haberle susurrando en sus labios que la quería, que la quería de verdad, pero sentía culpa y el sentimiento me aplastaba, me provocaba ganas de vomitar, me daban ganas de ponerme a llorar y pedir perdón por algo que no ameritaba disculpas. Me sentía observada, aunque en realidad es probable que entre nuestras compañeras del instituto ninguna se hubiera percatado del cambio que se dio en mi relación con Lisa esas primeras semanas, pues es que ella y yo siempre nos la pasábamos juntas, siempre había sido así desde que Lisa llegó a Melbourne en segundo de primaria, siempre se había quedado a mi lado por alguna razón que aún no logro comprender del todo.

Y es que al principio comenzamos sólo tomándonos de las manos por debajo de las mesas cada que podíamos, Lisa apretaba su agarre para calmarme, era obvio que notaba lo nerviosa que me ponía al tenerla cerca, que con sus miradas, con esos hermosos ojitos cafés que tenía, me ayudaba a mantener la compostura. Creo que ella también tenía miedo, pero nunca llegó a decírmelo en voz alta, quizá por el mismo terror de hacerme llorar de nuevo en consecuencia.

Y esa es otra cosa, yo lloraba y pedía disculpas constantemente por tocarla y besarla, lloraba un montón todo el tiempo. Cuando sólo éramos Lisa y yo, yo lloraba en sus hombros, en ese entonces no tenía idea de que también la lastimaba, no tenía idea de que a ella también le dolía verme así hasta que me lo dijo, justo el último día de clases antes de las vacaciones, me lo dijo un viernes a la hora de la clase de deportes.

Como nos era costumbre, habíamos esperado a que el profesor pasara lista para escaparnos a uno de los salones que estaban vacíos, ella acarició la sudorosa palma de mi mano con su pulgar durante todo el camino mientras me pedía que me relajara.

Una vez allí nos tiramos al piso —que también era algo que siempre hacíamos—, y me pidió que me acercara más a ella, que no tuviera miedo, y que por favor, no llorara cuando me tocara. Y así lo hice, así intenté hacerlo, pero las lágrimas conseguían de alguna forma escapar sin mi permiso.

—Por favor... —dijo de repente—, Rosie, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor...

Y lo repetía, y lo repetía, y lo repetía, su voz estaba llena de angustia y dolor puro.

Me atrajo más a ella y me abrazó con fuerza por la espalda, seguía susurrando aquel "por favor" a mi oído, su voz quebrada me hacia temblar, que ella también temblaba y me abrazaba como si fuera a desaparecer en cualquier momento.

—Lisa... yo...

—Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, Rosie, por favor no llores.

Me di cuenta que ella también lloraba al cabo de un rato y nos quedamos en silencio, podía oír como sorbia su nariz y tensaba sus puños para obligarse a parar sin éxito. Y fue la primera vez que a mi mente se le cruzó la idea de que a Lisa también le dolía toda aquella situación, ella también sufría al verme llorar constantemente.

—No podemos seguir así —logró decir una vez se calmó lo suficiente—. No podemos.

Y yo también lo sabía.

—Lo siento —alcancé a decirle, que ese "lo siento" si era para ella y Lisa pareció comprenderlo.

—Ya no te disculpes, ¿sí? No hay nada por qué disculparse.

—Lo siento —repetí en un acto reflejo, sentí de inmediato como ella reía.

—El martes nos vamos a Tailandia —me recordó—, quiero que hagamos recuerdos bonitos en estos tres días y medio que nos quedan juntas.

La sentí apoyar su frente en mi espalda y comenzó a acariciar mis costados con sumo cuidado.

—No tienes que sentirte mal por esto —continuó diciendo.

Se incorporó lo suficiente como para darme un beso corto en el cuello, provocando un escalofrío instantáneo en mí. Coló las puntas de sus dedos por debajo de mi camiseta y comenzó a dar pequeños toqueteos sobre mi piel expuesta, cerré los ojos al instante, disfrutando plenamente de aquellos mimos que me daba.

—Sea lo que sea eso que la gente te hizo creer. —Volvió a besar mi cuello—, aquí ya no importa.

Y le creí entonces, y le creo ahora, y la dejé que siguiera besándome hasta que sonó la campaña.

que no suene la campana | chaelisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora