«¡Los muertos no mueren aunque se vayan del mundo; los muertos mueren cuando uno los olvida!»
Según la tradición, en vísperas del Día de Muertos todos los difuntos son autorizados a salir del Mictlán, el reino de la muerte en la cosmovisión de los m...
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ESTO QUE VOY A CONTAR sucedió hace tanto tiempo que no sé si la historia fue real o la inventó una parte de mi olvido. Lo cierto es que mi recuerdo es muy vívido, como si hubiese ocurrido ayer.
Apenas tenía siete años, y mis padres, mis dos hermanitos pequeños (Paco y Luis) y nuestro perro Andrés vivíamos en la casa del abuelo Pancho en un pintoresco pueblito de Michoacán, de esos que uno ama con solo mirar.
Era el pueblo sin nombre; y no es que no tuviera nombre en realidad, sino que así se llamaba por cuestiones prácticas; ya que decían los viejecitos que el poblado siempre había sido un lugar de mucha vida y salud, pero un día la gente comenzó a morir y las nuevas generaciones olvidaron cómo se llamaba.
Como en toda la región del centro de México, el día de muertos también era una fecha muy esperada para los habitantes de mi pueblito, ya que suponía un tiempo ideal para recordar a los que se nos fueron, especialmente si eran amigos o parientes que hubieran sido muy amados en vida.
Para homenajearlos, y así evitar que se esfumasen de nuestro pensamiento, muriendo para siempre, solíamos elaborar coloridos altares de muertos dedicados a nuestros parientes en cuestión. En nuestra casa se lo ofrecíamos a la abuela Julia, a quien nunca conocí, pero que como a cada rato mis papás, los vecinos y el abuelo contaban cientos de experiencias de ella parecía como si la abuela estuviera viva y yo la hubiera conocido desde siempre. Incluso la extrañaba, y ese pesar solía acentuarse cuando se olvidaban de platicar cosas de ella.
Ese año en particular, su altar tendría un significado muy especial no solo porque cumplía veinte años de muerta, sino porque el año anterior, a donde sitúo mi historia, ningún miembro de la familia había fabricado ese altar anual para la abuela. Se nos olvidó. El abuelo Pancho en esas fechas había sufrido un infarto, y por las mortificaciones y los cuidados que mi familia y vecinos tuvieron que dedicarle, no tuvieron tiempo de hacer el altar de la abuela.
Cuando el abuelo Pancho se recuperó, un mes después, reprendió con lágrimas en los ojos a todos por igual, entristecido y angustiado, asegurando que tal descuido de nuestra parte había provocado que la abuela se perdiera en las tinieblas del inframundo.
—Los muertos dependen de nuestros recuerdos para seguir viviendo —dijo esa noche el anciano, desbordado, ciñendo sobre su pecho un retrato antiguo de la abuela Julia, nostálgico—. ¡Los muertos no mueren aunque se vayan del mundo; los muertos mueren cuando uno los olvida! Ay, mi pobre viejecita, que salió del reino de los muertos esperando encontrarse con nuestra familia como todos los años, pero al no hallar su altar, (ese que permite que antes de que termine la noche de día de muertos pueda retornar al reino de los descarnados) mi querida Julia no consiguió regresar a sus aposentos del descaso, y ahora la pobre mujer está perdida entre las tinieblas de la vida y la muerte. ¡Cómo ha de estar sufriendo!
—Apá —le dijo mi madre intentando confortarlo—, no te mortifiques por eso, mamá Julia no puede estar perdida porque nosotros no la hemos olvidado.