«¡Los muertos no mueren aunque se vayan del mundo; los muertos mueren cuando uno los olvida!»
Según la tradición, en vísperas del Día de Muertos todos los difuntos son autorizados a salir del Mictlán, el reino de la muerte en la cosmovisión de los m...
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Y así sucedió; antes de la media noche del dos de noviembre, mis padres, hermanos, mi perro Andrés, mi abuelo Pancho y yo nos desplazamos hasta el cementerio cargando en canastos flores de cempasúchil, y con las manos libres una veladora para aluzarnos en el camino. En el pueblo sin nombre no había luz eléctrica, y el pabilo y la parafina eran los únicos abastecimientos que poseíamos para iluminar nuestros caminos.
Antes de marcharnos colocamos cuarenta cirios grandes y gordos en el altar que el abuelo Pancho compró con sus ahorros en la iglesia; cada uno representaba cada año de existencia de la abuela Julia hasta su muerte. El abuelo me dijo que los prendiera, para que hubiera luz, pero como eran muchos cirios y poco el tiempo que quedaba antes de marcharnos al cementerio decidí que mejor a nuestro regreso los encendería.
—¡Marcela y Juan! —les dijo mi abuelo a mis padres cuando ya íbamos en camino. No podía entender cómo podía andar el abuelo sin siquiera mirar nada—, vayan delante de sus hijos y guíenlos con cuidado entre los sepulcros, aluzándoles el camino. Hay muchas tumbas viejas que no tienen mausoleo, y como está muy oscuro no quiero que los niños se vayan a caer a una de ellas. Son muy hondas y angostas, no podríamos sacarlos.
—Sí, papá Pancho —le dijo mi madre—, yo aluzaré.
Al llegar al panteón descubrimos que no éramos la única familia que aguardaríamos en la tumba de nuestro ser querido hasta que llegara la hora de su salida, por eso yo no tuve miedo. Adonde quiera que uno mirara había gente adornando las tumbas con cordeles, velas, flores y comida. Y entonces, cuando menos esperamos, se dieron las doce de la noche según nos lo indicaron los tañidos fúnebres de las campanas de la parroquia del pueblo.
—¡Rápido, rápido, es hora, es hora, familia, es hora! —nos anunció el abuelo Pancho ilusionado—. ¡Dejen sus veladoras en el suelo y deshojen las hojas de las flores de cempasúchil! Ahora mismo comenzaremos a formar un camino con ellas mientras nos desplazamos hasta la casa. La abuela Julia, esté donde esté, se guiará por el aroma de las flores hasta encontrar el camino que la reencontrará con nosotros a fin de llegar al altar que le hemos ofrecido. Una vez terminado el día de muertos, el mismo altar y camino la retornará hasta el reino del descanso, a donde no pudo retornar el año pasado. ¡Andando!
Y así lo hicimos. En torno a la oscuridad, entre todos fuimos formando un camino de flores con el propósito de llegar a nuestra morada, que no estaba muy lejos del panteón, y entre cánticos del alabado y antiguas oraciones como las doce verdades del mundo, nos fuimos caminando poco a poco entre las callejuelas del panteón. En algún punto del recorrido, cuando pretendíamos salir del cementerio, creí haberme quedado dormido, porque todo se volvió oscuro y ya no supe más.
Una vez que la luz volvió, me percaté de que a mi alrededor estaba todo muy oscuro. No había luz ni sombras por ningún lado, solo oscuridad.
—Vicente, Vicente —oí la voz de una mujer que amorosamente se dirigía a mí—. Vicente, guíate por mi voz y sal de allí, te caíste en la tumba.