Hacía dos años, las ocho habían huido con la cola entre las patas de un planeta extraño. Un planeta plagado de pastizales azules, rascacielos ultramodernos acompañados de obeliscos infinitos, y criaturas mágicas. Dragones predadores e indomables de escamas densas. Elegantes Ladones con sus numerosos, elásticos y serpenteantes cuellos y sus cabezas de colmillos venenosos. Perturbadores e inenarrables Eilodones succionando la esencia de los muertos. Juguetones monos Cercopes y remendadas Quimeras que solían visitar el templo desde su vasta reserva natural. Stella recuerda acariciar a algunas y escapar de otras. Criaturas como este octeto, pensó Stella, este octeto de niñas con los dones de las ánimas. No del todo humanas, tal vez, pero todavía frágiles y muy lejos de ser omnipotentes.
Habían huido para aterrizar en este curioso, aunque algo primitivo lugar llamado Tierra. Aun con rascacielos, pero cuya fauna no se sincronizaba en lo absoluto con las vibraciones mágicas del núcleo. ¿Es que había un núcleo arcano aquí para empezar? Eso era algo que Tecna y Flora estaban investigando. Este planeta, con su tecnología contaminante y su vida alejada de las ánimas. Con sus armas que no podían atravesar los exoesqueletos de las chicas y con sus habitantes tan similares a los de Magix, que resultaba sencillísimo fundirse entre ellos.
—No habrá dragones ni huevos fosforescentes, pero hay gatos y estas aves raras llamadas búhos —solía bromear Roxy cuando todavía no se separaban y Flora todavía les estaba enseñando el idioma del país en el que habían dado a parar.
Habían huido a esta tierra desconocida porque su hogar había sido destruido por una hechicera que se denominaba a sí misma como Madre. Pensar en ella solo desencadena dos reacciones en el octeto de jóvenes adultas: pesadillas recurrentes o furia ciega. Y Madre siempre había estado allí, como un peligro latente y pernicioso hasta que tomó acción y desató el infierno. Por eso las sacerdotisas las habían arrebataron de sus hogares tan pronto como se enteraron de que habían sido regaladas con los dones de las ánimas. Llevado al templo porque eran especiales. Eran milagros. Stella no se sintió muy especial al ser secuestrada y aprisionada en unos claustros a la edad de ocho, aislada para siempre del resto del planeta para entrenar para derrotar un mal que acechaba su sociedad desde las sombras. Un mal que muchos escépticos creían desaparecido. Un mal del que desconocían el verdadero alcance de sus poderes.
Por ello, cuando la hora definitiva llegó, ellas, que eran todavía tan jóvenes que apenas merecían ser llamadas mujeres, no pudieron hacer nada. No lograron derrotarla entonces ni ponerle un alto a su megalomaníaca conquista. No habrían podido incluso si las hubiesen instruido durante más que los diez años que las sacerdotisas consiguieron comprarles al borrar sus existencias del mundo civil. No habrían acumulado ni el conocimiento ni la habilidad suficiente para vencerla. Ni siquiera con sus ocho poderes en perfecta resonancia. No. No habrían podido...
Y ella se había reído en sus caras peladas mientras terremotos hacían crujir el suelo y tsunamis azotaban las costas, subyugando los ejércitos que Magix tenía para ofrecer y haciendo sucumbir al gobierno. Se había reído escondiendo su rostro detrás de una máscara que parecía regurgitada por un Eilodón, con su pajosa y quebradiza cabellera negra agitándose con cada carcajada. Sabiéndose el megalodón de aquellos mares, no solo los tibios y superficiales, también era el terror que acechaba las aguas profundas y abismales, las corrientes frías y las ignotas y tormentosas. Una cazadora salvaje y curtida en casi todas las ramas de la magia. Hostigándolas camuflada desde lejos, sonrisa lobuna tallada en sus facciones, antes de embalarse en dirección a ellas, la metafórica mandíbula de cien magias serradas abierta hasta casi romperle el cráneo monstruoso. Avasallando a sus presas con semejante despliegue de poder y jugando a dispersarlas para poder conquistar.
—Mientras sigan juntas, no duden que las encontraré incluso en el pedazo más recóndito de este maldito universo.
No la habían derrotado ni parado los pies, pero sí que habían logrado debilitarla lo suficiente como para impedirla de hacerles nada mientras escapaban en esa pequeña nave llamada Hathor V. El coste de esa pequeña victoria había sido terrible. Musa había sido masacrada y la había lesionado tanto que ahora cojeaba y sus movimientos se volvieron algo erráticos mientras ella se recuperaba. Solo sus poderes sobre el viento le permiten moverse con soltura, pese a lo reticente que era la chica a utilizarlos a menos que su espalda baja la esté castigando demasiado. Layla había olvidado temporalmente cómo utilizar su don debido a una terrible contusión cerebral. Desconoció los rostros de las que eran sus hermanas en todo menos en sangre, sufría de migrañas atronadoras y su visión tardó meses en desempañarse. Las alas de Roxy habían estado tan quemadas, que en cuanto lograron entrar en la nave, la chica se tiró sobre el piso metálico y sollozó presa de un dolor inenarrable y lacerante. Remanentes de las flamas azotándole la suave piel de murciélago, reviviendo el calor sofocante y causando que las células gritaran en agonía y la sangre le ardiera en las venas. Arrastrándose hacia la zona de Abastos, donde estaban almacenados los bidones de agua. La propia Stella había sido salvada de la muerte por desangramiento gracias a un torniquete que casi le había costado el brazo derecho. Pálida, temblorosa, apoyada en una exhausta y agobiada Bloom que se esforzaba en irradiarle algo de calor corporal.
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FUEGO que estalla en el SOL 【Winx Club】
Fanfiction❝El fuego y la luz poseen naturalezas distintas y, aun así, se encuentran entrelazados irremediablemente. El fuego irradia calor y espanta a las sombras. La luz concentrada puede provocar un incendio.❞ Las ocho hicieron un acuerdo para mantenerse se...