El retorno

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Casi cinco décadas llenas de dicha habían acompañado a aquella adorable pareja de eternos enamorados. Nadie comprendía cuál era el secreto que ellos tenían, puesto que habían vivido juntos durante todo ese tiempo y nunca se los veía de mal humor. Siempre arreglaban sus pequeñas diferencias con respeto, sin necesidad alguna de alzar sus voces para hacerse entender. Su relación fue armoniosa desde el principio y se mantuvo así hasta el final. Sus tres hijos, Sebastián, Antonio y Mía, crecieron en un ambiente de amor y tranquilidad. No tenían ningún mal recuerdo de los años que habían compartido al lado de sus queridos padres. En todo momento, Pablo e Isabel estuvieron junto a ellos, tratándolos con cariño, guiándolos por el camino correcto y disciplinándolos cuando resultaba necesario. Los escuchaban con paciencia y nunca los castigaban de manera injusta. Gracias al buen ejemplo y a la dedicación del matrimonio Velázquez Castillo, tres excelentes personas y sus respectivos descendientes caminaban por el mundo.

Sebastián se convirtió en pediatra y llegó a ser el padre de Eugenia y Sofía, unas lindas gemelas rubias que eran idénticas a Patricia, su encantadora madre. Eugenia decidió ser maestra de matemáticas y Sofía se inclinó por las artes culinarias. Por otro lado, Antonio hizo carrera como violinista profesional y se casó con Adriana, una cellista que conoció durante una de sus giras con la Orquesta Sinfónica Nacional de Argentina. Elena, hija única de la pareja, no heredó ninguna de las habilidades musicales de sus progenitores, pero sí desarrolló su lado artístico al convertirse en escritora de cuentos infantiles. En cuanto a Mía, su infinita sed de investigadora la llevó a estudiar paleontología. Amaba la sensación de logro que le producía desenterrar fósiles. Andrés no compartía aquella peculiar afición de su mujer, y ni siquiera la entendía muy bien, pero la respetaba. Matías, el retoño de ambos, siguió los pasos de su madre. Se mudó a España para estudiar y ejercer su labor como paleontólogo allá.

Pablo e Isabel se sentían muy felices y orgullosos al ver que sus amados niños habían formado sus propias familias y que, junto a estas, llevaban una vida plena. Los dos tenían muy presente que sus días sobre la superficie terrestre estaban contados. Pronto tendrían que decirles adiós a sus amigos y familiares, pero podrían marcharse tranquilos al saber que sus hijos se encontraban bien y que se sentían amados. No se arrepentían en lo más mínimo de haber abandonado su condición como entes aéreos para vivir la fugaz existencia de los seres humanos. A pesar de que sería muy breve el tiempo que estarían unidos, valía la pena en todos los sentidos. Era mucho mejor tener la oportunidad de compartir unos pocos años juntos que verse obligados a soportar una fría eternidad estando separados.

Los guardianes de los vientos regionales nunca dejaron de venir a visitar a Vayu y a Tuuli tan a menudo como les era posible. Eran los únicos seres que los llamaban por sus verdaderos nombres, puesto que el resto de los mortales jamás había escuchado esos apelativos. La pareja había decidido mantener en secreto lo que había sucedido antes de su anhelada reunión. No querían asustar a otras personas contándoles sobre su pasado sobrenatural. Muchos no les creerían y algunos otros los tacharían de dementes, por lo cual preferían guardarse la verdad para sí mismos. De todas maneras, para amarse como ellos lo hacían, no necesitaban tener ningún nombre ancestral u ostentar algún rango especial. Bastaba con el solemne compromiso mutuo que tenían desde aquel trágico día en que la maldición cayó sobre la princesa. Nunca dejaron de buscarse y, cuando por fin se encontraron, jamás volvieron a separarse.

Habían decidido que abandonarían el mundo al mismo tiempo. Seleccionaron un día específico: su septuagésimo cumpleaños. Pero el suceso imprevisto podía presentarse mucho antes de esa fecha. Como ninguno de los dos deseaba que el otro tuviese que pasar por el enorme dolor de perder a su pareja en las garras de la muerte, llegaron a un acuerdo con los vientos planetarios. En caso de que una enfermedad letal o un accidente grave les acaeciesen a cualquiera de ellos, les pidieron a los elementales del aire que se encargaran de tomar el aliento de vida de quien fuese el sobreviviente. Y si ninguna desgracia les ocurría antes de la fecha pactada para su partida, el anochecer de ese día sería el momento indicado para que los guardianes viniesen a reclamar el aliento de vida de ambos simultáneamente. Los entes aéreos aceptaron de buena gana aquella petición de los esposos Velázquez Castillo. Para todos los habitantes de Briesvinden, ellos seguían siendo muy queridos y respetados. Aunque renunciaron a su naturaleza eólica, eso no borraba el gran aprecio que sus antiguos semejantes sentían por ellos.

El etéreo adagio de las siete doncellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora