1. Era un pueblo feliz

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El nuestro era un pueblo feliz o al menos tranquilo. Claro que no faltaba el anciano demente contando leyendas a los niños en la tienda afuera de la escuela primaria. También estaban las abuelas con sus historias para que las niñas no escaparan al bosque y para que hicieran sus deberes. El miedo nos ayuda a forjar obediencia, decía mi madre.  Ella también tuvo una infancia feliz aquí. Nunca nos preguntamos demasiado qué aventuras había tenido cuando niña, porque en realidad San Gil es un lugar donde casi te resulta imposible tener aventuras. No hay arañas gigantes ni invasiones extraterrestres. Ni siquiera los militares se dignaron a pasar por el pueblo en tiempos de la Revolución.

Por un buen tiempo recordé con orgullo mi primer pesadilla camino a San Gil. ¿Por qué con orgullo? Porque eso me dio cierta fama durante un buen tiempo. Los niños se acercaban a la reja de nuestro patio y me decían: "Anda, amigo, cuéntanos de nuevo la pesadilla que tuviste ese día en el carro de tu papá".

Y así fue que me convertí en el cuentacuentos oficial de por aquí. Les digo, es un lugar demasiado tranquilo.

También salíamos corriendo mi hermana y yo a la tienda de don Rodo a comprar puños de lunetas y semillas de calabaza saladas. Podíamos compartir un refresco que en aquellos días nos parecía demasiado  refresco para un solo niño. Por cosas como esta la región fue la mayor consumidora de refresco en los años 80, y hoy es todo un caso el número de diabéticos que tenemos en nuestras familias. 

Ahora va mi pesadilla, atribuída totalmente al buffet matutino que tomamos esa misma mañana: Saliendo de la Carretera Nacional de Monterrey, una sobra de gran tamaño cubría el sol y mi madre decía desde el asiento del copiloto "¡Rayos, cómo odio salir a la carretera y que se ponga nublado el día!". Mi hermana intentaba dibujarse a sí misma junto con su muñeca repollo que la abuela le había regalado la Navidad anterior. Luego se escuchaba un puchero como de bebé y ella decía que su muñeca tenía hambre. Mi padre le contestó de manera paciente, "En un momento, hija. Adelante hay una tienda, pero nos convine esperar a que pasen todas las patas de la araña". 

     -¿Cuál araña? -pregunté sobresaltado. Siempre me han dado pavor los malditos arácnidos.

     -Esta que anda pasando encima de nosotros.

Y entonces me asomaba por el video de mi puerta. Esa pesada sombra era un bicho gigante más grande que los cuatro carriles de ida y los cuatro de vuelta de la carretera.

     -Parece un cangrejo, papá -dije hacia los asientos delanteros del carro.

     -Ahorita que nos pase vas a ver que está tirando plastas de telaraña en el centro de la carretera, justo en el camellón -contestó mi padre con la seguridad que te dan los años.

Y dirigí mi atención hacia el camellón central, donde distinguí una pelusa de color gris como la lana de los borregos cuando están sucios.    

En realidad este es solo el inicio de mi sueño. Procuraba no contarlo todo de un jalón, porque eso me aseguraba mantener a mi audiencia. Sabemos que la fama es fugaz, así que hay que tener gente con un interés constante. Eso lo aprendí de mis visitas a los circos. Me encantaban los circos. Decía mi madre que a San Gil dejaron de llegar desde la vez que un empresario se volvió loco y le contagió la demencia asesina a los demás. Como ustedes se habrán dado cuenta, este era un pueblo feliz y tranquilo al que le encantaban las historias de miedo.  


La casa sin solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora