UNO

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Capítulo 1:

— Claro señora Mc’Clayn, el próximo viernes volveré para pasear a su perra. A las 8 am con el resto del grupo, ¿verdad? —la señora de unos 47 años me dijo que sí y me dio las gracias.

 Desaté al resto de los perros que había atado a la reja del frente de la casa para que no se escaparan y seguí regresando al resto de la jauría a sus respectivos hogares. El último perro que me quedaba era el dogo argentino de los Ackland. Rogaba a Dios que me recibiera la hija menor de la familia o cualquier otra persona que no sea él. Me quedé en la reja de la parte delantera de la casa, no tenía ganas de seguir caminado y cruzar el jardín.

 Para mi suerte salió la señora Ackland en busca de su preciado “pequeño Bruce”, que de pequeño no tenía nada.

— Hola Kaya. ¿Cómo se portó mi pequeño hoy? —el perro le saltó encima en cuanto solté su correa y ahora se dedicaba a lamerle el rostro a su dueña.

— Como siempre, más que bien —le respondí con dulzura.

 Habría continuado la charla con la señora Ackland de no ser porque la figura de su hijo, Elliot, estaba atravesando el jardín delantero de la casa. Me despedí cordialmente lo más rápido que pude para no tener que interaccionar con él. Elliot Ackland era sinónimo de problemas, y no me podía dar el lujo de estar con su hermosa y atrevida persona, por más bueno que estuviera.

 Era el último viernes del mes, lo que para mí significaba hacer todo lo que me encargaran para que me dejaran salir por buen comportamiento. Mi hermano se personificó ante el umbral de la puerta apenas llegué, e incluso antes de que entrara a la casa. Casi me mata del susto. Le golpeé el hombro y cuando dejó de quejarse y me miró, yo sólo me limité a subir mis manos y a asentir con la cabeza antes de que me preguntara lo que me pregunta todos los viernes cuando vengo de pasear a los perros por “amabilidad”, aunque de vez en vez me ganaba algo de dinero, a esos ricachones les salía dinero hasta por las orejas, y la mayoría eran amabes, así que me recompensaban. Ya sabía de ante mano que mi hermanito querido me iba a preguntar si íbamos a salir esa noche y al decirle que sí me iba a ayudar a hacer lo que tenía que hacer. Me aprovechaba un poco de que a mi hermano no le gustara salir sin mí a bailar, ni siquiera con una chica si no era conmigo sumada al dúo. Así, los últimos viernes y sábados del mes Jess me ayudaba y no tenía que hacer todo sola. A menos que sea preparar la mesa (o la comida, según me pidan) para cuando alguien viene a comer. Si hacía todo me dejaban salir. A mi hermano lo dejaban salir de todas maneras pero, como ya dije, no quería salir si no era conmigo. Bajé directo al sótano, mi hermoso y enorme cuarto, a decidir qué me pondría esa noche. Me decidí por un short con la contura alta, negro decorado con dibujos y cosas en celeste cielo que yo le había hecho para darle un toque más personal y un top negro, unos tacos color crema y el resto de las cosas lo vería más tarde. De cualquier manera apenas eran las once de la mañana.

— ¡Yo lavo los trastos y pongo la mesa, Jess!

— Mejor para mí. —me respondió desde el cuarto de nuestros padres, supongo haciendo la cama.

 Cómo odiaba que los empleados tengan el día libre. Eso era una estrategia barata de mis padres para asegurarse de que hicese todo lo que tenía para hacer y luego presumir lo que su “hijita perfecta” hace en la casita de la familia feliz. Apenas terminé de lavar los trastos, que no eran muchos ya que sólo mi hermano y mi padre desayunan en casa porque a mí me cae mal la comida tan temprano y mi mamá lo hace en el trabajo, preparé la mesa como si fuera un restaurante; tal como le gustaba a papi. Mi mamá llegó a las doce en punto y mi padre quince minutos después. Quince minutos en los que mi hermano casi se muere por tener un plato repleto de fideos y no poder comerlos. ¿Alguien preguntó quién es la mejor cocinera según mi hermano? Mi ego y su estómago gritaban: “¡KAYA!”

In The Love All Are IdiotsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora