Uno

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Realmente nunca me había sentido tan unido a una mujer como lo había estado con ella. Sus ojos almendrados de un avellana casi anaranjado siempre conseguían llevarme a esos atardeceres que tantas veces habíamos presenciado juntos en las Islas Seychelles, su destino vacacional preferido. Año tras año enterrábamos nuestros pies en la ardiente y blanca arena de aquel paraíso: Nuestro paraíso.

«¿Se acordará de aquellas noches veraniegas sin sueño de por medio y libres de nuestro silencio?»

Le gustaba la tónica de hibiscos porque aclamaba que era como ella: efervescente e impredecible pero con un regustillo dulce. Yo siempre le respondía que ella era dulzura pura y dura. Fruncía entonces el ceño y me mandaba a pasear con su dedo índice, divertida. 

Vestía con elegancia, con ese tipo de elegancia que te transmitía serenidad y tranquilidad, metiendo de por medio toques coloridos y veraniegos, haciendo siempre juego con el brillo característico de su mirada. Adoraba mezclar naranjas con amarillos, rosa pastel y rosa palo—ella fue quien me enseñó a diferenciarlos—y el sabor a café con leche de todas las mañanas de sus labios con los míos.

Pasaba sus días en la cocina, dejando que su Fujifilm X-T10 capturase pequeños instantes en los que enseñaba a la cámara, orgullosa, sus delicias culinarias para poder publicar luego fotos de lo que aquellas finas y delicadas manos eran capaces de preparar. Ser fotógrafa y cocinera de forma simultanea era algo que la hacía enormemente feliz. Era fanático de los pasteles de cereza que preparaba, incluso el Vichyssoise dichoso que tantas muecas de asco me había provocado de crío. Si lo preparaba ella sabía que me iba a encantar. 

Yo, harto y cansado de mi mundo y del trabajo llegaba a casa, sabiendo que iba a tener a la solución de mis lamentos esperándome en el salón, con un camisón color crema de Dior sujetando dos copas de vino blanco y bailoteando cualquier canción de Love of Lesbian o de The Smiths.

Adoraba cualquier cosa que hiciese esa mujer con ojos de niña, de inocencia e ilusión. 

Adoraba quererla más que a cualquier otra cosa.

Adoraba adorarla. 

Natacha, te adoraba más que a mí mismo.

La causante de mis latidos acelerados era colorida y brillante en lo suyo, y en lo que no era tan suyo. Cuidadosa y perfeccionista pero no demasiado controladora ni obsesiva. Ella no tenía puntos negativos ni nada que se le pudiese objetar realmente.

Cuando se enfadaba por pequeñas trivialidades (como que no me hiciese un doble nudo en los zapatos) siempre arrugaba el ceño y se alejaba durante unos instantes de mí; huyendo de mi presencia, contoneando sin querer las caderas de su cuerpo de reloj de arena, permitiéndome admirar a sus espaldas uno de los mayores milagros de la naturaleza.

Al final, al final del día sabía que siempre volvería a mis brazos, buscando mi calidez en ellos. Y yo, como cualquier bobo enamorado no le negaba el capricho y enterraba mi nariz en su pelo cobrizo, descubriendo un aroma a cítricos que me perdía de nuevo en las Seychelles. 

<<Natacha, eres lo que considero el amor de mi vida>>

Me duele recordarlo, me lloran los ojos solo de pensarlo.

La noche del último domingo de julio discutimos, más de lo que desde hacía unos meses era normal para nosotros. 

Me echaste en cara mis errores más culpables y más libres de pecado, aunque ya llevabas unas semanas en las que no sonreías igual, como si al querer emanar una sonrisa las comisuras de tus labios se negasen a ello. No quisiste pronunciarte, no quisiste explicarme el por qué con palabras. Discutimos y nos dijimos cosas que, en frío, estoy seguro de las que jamás hubiésemos hecho hincapié. Por que ¿tú no te habías cansado de los bailes acompañados por The Robins, verdad? Seguías fingiendo enfado cuando no me ataba los cordones como debía y continuabas queriendo hacer rollitos, con mucha canela por encima ¿no es cierto?

Mujer, me atravesaste el pecho; me deconstruiste entero sacando errores en cada pieza. 

Te quise prometer que había partes que podía llegar a modificar, deshacerme de mis peores manías y quizás de mis temores más profundos. Por tí, vida mía, yo lo hubiese intentado todo.

—No, no es eso...

¿Qué es?

No es culpa tuya...

¿¡Qué es Natacha!? ¡Joder, explícate! No entiendo nada...

Philliph, que ya no.

¿El qué no...es...?

—Philliph, que ya no te quiero. Ya...no.

Ya no.

A partir de esas ocho palabras dejé de sentirme ser humano. Me escapé de mi propio cuerpo, con las emociones y cualquier proceso cognitivo congeladas, con una inevitable sensación de vértigo y de sequedad en la boca. Te vi llorar y morderte el labio inferior—puede que ciertamente culpable—recoger la gran mayoría de tus cosas con demasiada rapidez y observarme, con unos ojos ya sin rastro de brillo. Observar lo que sea que quedaba en pie de mí, petrificado, para finalmente marcharte, con un portazo que hizo retumbar todo el apartamento y que provocó un terremoto en mí.

No reaccioné, no hablé, no pude hacerlo. No supe sentir.
No supe cómo dejar de existir.

Hubo un momento en El Haberno, en el que parada en la puerta pareció que estuviste a punto de regresarte, arrepentida y confusa hacia mis brazos y deseosa de llenarme la cara de besos. Necesitaba que me dijeses que todo esto había sido una confusión, un error, el mayor error de nuestra vida, pero, pareció ser que de tanto ocultarme la verdad con mentiras no pudiste hacer más que dejarme ahí, cual soldado abatido. Muerto de amor.

Amor mío ¿Por qué me odias tanto?

Dos meses y una semana han pasado y todavía no he sabido volver a organizar las piezas de mi ser ¿Acaso te llevaste algunas tú, ladrona? Seguro que sí. He de decir que te encuentro todos los domingos noche en el fondo de la botella de aquel whisky que tanto odiabas. Sabe y entra como tú: dulce y ardiente.

Natacha, echo de menos el tacto de tus dedos sobre mi espalda, a tu presencia en mi cama y en la ducha. Tu cepillo de dientes amarillo apoyado sobre el mío y el sabor a café con leche por la mañana. Hoy te echo de menos más que de costumbre, por eso te escribo esta carta.

Creo que me debes respuestas y quizás alguna que otra noche de insomnio. Te he visto por las calles de Madrid, arreglada y guapa, como siempre.
El jueves pasado te divisé en el pub más cercano al nuestro, ese al que no entrarías ni aunque te volvieses loca, repleto de luces de neón y abarrotado de adolescentes. Te he encontrado con la felicidad dibujada de nuevo en la mirada. Me gustaría saber qué te da él que yo no pueda haberte dado. Yo no soy pelirrojo ni se hacer trucos de magia con cartas de póker, pero creía que podía hacerte la mujer más felíz del mundo desde el día en el que nos conocimos. Aunque, una vez más: me equivocaba.

¿Qué hice para no merecerte?

Ahora la vida ya no es alegría ni felicidad, ahora es muerte rebosante de rutina. Solo existo porque mi corazón así lo desea, aunque en mi mente yo ya me haya ido.

Pero supongo que ya no importa; a estas alturas tiene que darme igual.
Únicamente es una fría noche de comienzos de septiembre, en un hotel asquerosamente caro recordando tu fantasma, en la que estoy terminando de arreglarme para una detallada conferencia sobre el cambio climático en Callao. Siempre estuviste ahí para admirar cómo me explicaba delante de toda esa gente, sonriente e ilusionada. Esta noche lo haré Natacha, esta noche lo haré.

Abandoné la pluma en la mesa de cristal, encima del papel ya casi de color azul y me levanté del sillón, pesado.

«Esta noche triunfaré sin tí» susurré mientras me ataba los cordones con un doble nudo.

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