La plétora vertiginosa, de caudales perennes como el tiempo o el eviterno hado de las cuencas del Aras, que se asemajaba a los raudales de la milenaria Estigia, narran acontecimientos pasajeros y cuyo impacto sobre la realidad, en su gran mayoría, se han visto extraviados en el océano pretérito que cae en el olvido a medida que el tiempo se asoma y el presente se consume, siguiendo la mecánica de la vida misma asimismo de su compleja existencia. Entre sus crónicas, yace uno en particular que ha sido desdeñado por las masas. La muerte vuelve a hacer de las suyas y a convertirse en el intérprete galante, cubierto con escarlata uniforme, mientras que el dramaturgo pone sobre la escena la desventura que se figura como fémina quebrada que le han arrebatado todo. Ella se convierte en una víctima más de su propia consciencia y del leviatán que le persigue, sin perder los retazos vagos de la esperanza que se desvanecían como pilas de sal bajo el yugo del viento. Fue arrullada entre paronirias y a diario le rogaba a Allah una prueba de su infinita misericordia. Pero cuando las coyunturas de la realidad, se suman al resquicio personificado por tierras foráneas que se aparecieron en el camino de la joven desgracia, la obcecación la envolvió y le impidió discernir la realidad con claridad. El haber vivido atada con pesadas cadenas que la aferraban a sus devastadoras vivencias de antaño, se convirtió en un factor crucial que no le permitió notar las insidias que se cocinaban en su contra y al final, pagó muy caro el precio del anhelo de absolución, junto con todos los cofrades que le secundaban y quienes movidos por la medrana que inundaba sus corazones, no fueron capaces de percibir lo que se avecinaba en su desfavor, los cuales eran los frutos de la tierra amarga, parva de amor pero abundante en tragedia.