Ella no quería que pasara eso. No quería peligrar día a día en un extraño pueblo. No le apetecía comer, tampoco verse al espejo y ver las nuevas marcas. A él le encantaba ver cómo la dominaba y como ella cedía ante una mirada. Ambos no querían verse pero no podían evitarlo, ella estaba en su juego, y él ardía en su vida pero al final de cuentas ella se arrodillaba en su territorio y él apreciaba su tesoro. Había acaparado toda su atención en cuestión de meses, y no podía romper la cadena que nos unía. Lo odiaba, odiaba la música a todo volumen en su Camaro azúl eléctrico como sus ojos intensos. Odiaba su auto, aquél dónde casi muere en cada curva, aquél dónde hace preguntas sozas. Odia cada centímetro de su piel, ceder ante su impotencia y sobretodo su tacto. Pero él la amaba, amaba ver su sumisión ante unas palabras, sus ojos arder en fuego y también amaba el calor de su cuerpo y como caía en él. Ella lo odiaba a él y él disfrutaba eso. Pero es prohibido y eso los jode a ambos, cada vez que ellos se van, caen presos del deseo, del odio y la amargura. La dejan sola con un ser tóxico que sin duda la proclama como suya y él la hace llamar su dueña. Ella era suya de todas las maneras posibles, y él lo hacía ver cada día, mientras ella lo hacía ver de rodillas ante su desastre. No podían parar, ambos estaban jodidos, ella por odiarlo y él por amarlo. Porque ella era su juguete, su propiedad y su anhelo. Decía que era todo para él. Mientras él era su terror, su pecado y su más grande deseo. Pero en el fondo para ella era nada. Aún con todo lo que pasaba en ese pueblo, no sé comparaba con lo que había en mi hogar. Porque no podía escapar, no de él. Porque mientras no los ven, su vida es peor que un infierno... Y les gustaba arder en sus llamas.
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