En un lejano pueblo, donde el tiempo parecía detenerse en sus antiguas calles empedradas, reinaba un hombre imponente y poderoso. Su nombre era Joseph D'angelo, un gran rey cuya presencia llenaba de temor y respeto a quienes se atrevían a cruzar su camino. Joseph era dueño de una majestuosa iglesia, la cual también fungía como un orfanato. En sus altos muros de piedra, las campanas resonaban con un eco melancólico, mientras las monjas se ocupaban de criar y educar a las jóvenes almas desamparadas que encontraban refugio entre aquellos santos muros. Un día, movido por la curiosidad y el deseo de ver cómo prosperaban las vidas que había tocado con su generosidad, el rey Joseph decidió visitar la iglesia y a las chicas que allí residían. Sin embargo, al adentrarse en aquel sagrado recinto, se encontró con una sorpresa inesperada. Las monjas, con sus hábitos impolutos y miradas serenas, le informaron que habían admitido a un solo chico en el orfanato. Juraban que este joven era puro y perfecto para formar parte de aquella familia que se había forjado en la sombra de la iglesia. El rey Joseph, hombre de gustos refinados pero también de apetitos ocultos, sintió despertar en su interior un deseo morboso hacia aquel chico que ahora era el centro de atención en el orfanato. Una atracción prohibida y peligrosa, que amenazaba con romper los cimientos de su respetable reputación Desde aquel momento, el rey adoptó al chico como su propiedad. Como un tesoro que debía ser guardado en secreto, oculto de las miradas curiosas y los juicios de los demás. No había límites que Joseph no estuviera dispuesto a cruzar para tener al joven a su lado, para hacerlo suyo en cuerpo y alma. Así, en las sombras de la iglesia y bajo la atenta mirada de las monjas, se desplegó una historia de pasión y obsesión. Una danza peligrosa entre un rey imponente y un chico inocente, donde los límites de la moralidad y la decencia se desdibujaban en un abrazo