Él se acurrucó de nuevo al lado del árbol, su túnica gris suelta sobre su pequeño cuerpo y sus manos juntas apretadas mientras él en silencio articulaba algo. Sonaba como una oración. Escuché más de cerca cuando se balanceaba hacia atrás y hacia adelante, con lágrimas brotando de sus ojos. -Perdóname, Señor, porque he pecado. Haz de mí lo que consideres conveniente. Perdóname, Señor, porque he pecado. He sido débil y debo expiar.