Capítulo 4

3.8K 354 52
                                    

Víctor llenó su vaso de agua, cerró la puerta de la nevera y se rascó, con muy poca elegancia, su estómago vacío. Tenía los cabellos enredados en algo similar a un nido de cigüeña y los pies descalzos.

—Víctor, por favor. ¡Vístete!

Haciendo oídos sordos al grito de Samuel, volvió al salón y se dejó caer en el sillón. Justo al lado de su amigo, quien le miraba con los ojos entrecerrados y brillantes en toda su espléndida furia.

—¿No habías quedado con Clara?

—¿Clara? Que va.

—¿Y no tienes nada que hacer? Como ir a ahogarte con tus sábanas.

Víctor rio, porque Samuel podía ser realmente divertido. Pero su risa murió cuando otra más musical se dejó escuchar también, alta y clara, en el salón.

—Al menos podías vestirte. Tenemos un invitado.

—Samuel, estamos a más de cuarenta grados.

—¡El aire está puesto!

—Por mí no hay problema —dijo él. Él, que con aquellos rizos rubios y sus ojos de querubín magnífico se había asentado en su casa como si fuese la propia.

—Estoy seguro de que lo está haciendo a propósito. Solo para molestar.

—Siempre voy sin camisa, Samuel. No inventes.

—No cuando hay más gente en casa.

—Pero él siempre está. Ya es como uno más.

Si alguien se tomó aquella frase como lo que era, no lo pareció. Sergio volvió a reír, y Samuel levantó los brazos hacia el techo, claramente exasperado.

—¡Haz como quieras! De todos modos vamos a salir a cenar.

—¿Sí? ¿Dónde?

Su amigo le miró en silencio, y Víctor le devolvió la mirada.

—No voy a ir a molestar, Samuel. De verdad, que arisco estás últimamente.

Sergio terminó su lata de refresco y se levantó a tirarle él mismo a la basura. Hasta ahí habían llegado las cosas. ¿Qué tipo de invitado se levantaba hasta la basura? Molesto, se levantó del sillón, levantando una mano en despedida.

—Pasadlo bien, chicos. Y disfrutar vuestra cena.

Si esperaba que alguien lo invitase, lo llevaba claro. Víctor se encerró en su habitación y se apoyó en la puerta, golpeándose la frente con una mano. Se echó sobre la cama y cerró los ojos. No lo soportaba. No soportaba aquellos rizos y aquellos ojos sonrientes. No soportaba su acento argentino ni como miraba a Samuel. Como si fuera algo suyo. Samuel no era suyo. Samuel tenía más gente a su alrededor, ¡por favor!, y relaciones de amistad que sostener. A pesar de que parecía haberlo olvidado.

María había viajado a su pueblo por lo que quedaba de mes. La chica se despidió de ellos con una sonrisa en el rostro y partió hacia tierras andaluzas. Clara también se fue una semana, viajando con sus padres en aquellos cruceros a través del Mediterráneo que parecían ser una tradición familiar. Y así Víctor se quedó solo con Samuel. Lo que en un principio debió de ser algo bueno (Víctor no podía sino imaginar tardes de FIFA, doritos y cervezas) pronto se convirtió en un silencio incómodo. Porque a sus vidas llegó él, Sergio, y entonces Samuel pareció nunca estar libre. Unos días quedaban para ir a la piscina, y nadie se molestaba en invitarle a él, a Víctor. Otros días simplemente salían a pasear o a beber. Y por supuesto tampoco le invitaban. Víctor comprendía que aquello eran citas, y por tanto un tercero solo sería un mal tercio allí donde nada tenía que hacer. Pero ¿acaso debía de ser algo diario? ¿No se cansaban el uno del otro?

Esos celos rojos [FINALIZADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora