Capítulo 1: Un cartel que no anunciaba nada

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Un cartel que no anunciaba nada.


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Había llegado. Al fin.

Tras dar mi primer paso en el muelle sentí que lo que me aguardaba allí era un mar de aventuras. Bueno, llamarlo justamente mar no es del todo adecuado. Ya que acababa de atravesar el mar Intermedio de punta a punta y lo había pasado fatal. Nada parecido a lo que ofrecen las agencias de turismo en esos folletillos. Que prometen a uno pasárselo en grande y enseñan que navegar siempre está relacionado con margaritas bien heladas, bronceador y música de ukeleles. Tan alejado de la realidad como el día de la noche. En vez de ukeleles hubo en cambio cancionetas a capela un tanto groseras. Las margaritas fueron sustituidas por agua aunque sin la virtud incolora. Y a falta de bronceador había mucho, pero mucho sudor. De esos que se adhieren a la piel (como el bronceador) pero que apestan fermento de bacalao (no como el bronceador). Ahora que lo pienso, tal vez cumplía la misma función. Sospecho que bien pudiera ser una estratagema del marinero: una capa tras otra y otra y otra y otra capa de sudor. Tal coraza volvería inmune a su portador contra el injurio constante del sol. Incluso contra el agua salada.

De sólo recordar las noches de borrasca, el comportamiento tosco de los navegantes y a mis tripas retorciéndose de náuseas, me invade el tremendo deseo de no volver a pisar jamás la cubierta de un barco. Así viví mi aterrador e interminable viaje a Alteram a bordo de la goleta Golondrina. Por suerte soy un hombre que siempre sonríe a los chubascos. Mis ansias por descubrir un mundo nuevo, lleno de historias y aventuras, borraron rápidamente aquellos espantosos recuerdos de mareos y vómitos y mareos y sobaco y comida horrible y vómitos y mareos.

La goleta amarró en uno de los muchos muelles de esta pintoresca ciudad llamada Puerto Trinidad. Incontables rumores me habían llegado de este lugar y anhelaba ver con mis propios ojos todas esas maravillas. Descendí al muelle y me quedé pasmado. Y es que ahí estaba yo, emocionado hasta el llanto, celebrando la mejor decisión que había tomado en la vida. De inmediato me vi arrastrado por el encanto de recorrer y conocer otra cultura. Todo me era fascinante. La henchida actividad portuaria, las variopintas naves balanceándose en las aguas quietas, las gaviotas descansando sobre los mástiles bajo los rayos de un sol dorado... ¡Que bello me era todo! Me dejé llevar por mi descuidada curiosidad y fui de aquí para allá, dando saltos como un niño exaltado. Había naves de todos los tamaños, enarbolando banderas de lo más exóticas y desconocidas. El bosque ondulante de aparejos era una increíble postal que ameritaba dibujarse en mi diario de viaje. Así que me lancé a la carrera por encontrar la perspectiva ideal desde la cual perpetuar una imagen perfecta. Se suele decir por ahí un refrán, un tanto subestimado, con el que se reprocha a los distraídos y advierte «ten cuidado de que el bosque no te oculte el árbol». Bien; eso fue precisamente lo que sucedió cuando me dispuse a regresar a la goleta sin saber en dónde cuernos pudo haber quedado amarrada.

Una noche en la taberna sin nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora