Capítulo 4: El violinista de las mareas

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El violinista de las mareas.


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Edgar Mojado era un pasajero obligado del buque esclavista Espuma Triste. Aprendió desde el principio que había dos formas de salir con vida de este barco. Ser vendido o convertirse en parte de la tripulación. La primera opción llevaría a Edgar a afrontar un destino cruel e incierto. La segunda lo conduciría a afrontar un destino cruel aunque, eso sí, más predecible. Podría decirse que la moneda con la que se jugaba la vida en un aviento tenía una sola cara. Esto es una metáfora. Edgar hace mucho que no tenía ni un cobre.

Había sido capturado en una incursión a la plantación en la que él ya llevaba largo tiempo en la carrera de esclavitud como inspector de granos. Sus capacidades distaban por mucho de las necesarias para desempeñarse en el oficio de marinero pero Edgar tenía un don. Cierto que hasta entonces no le había sido de gran utilidad. Pero el don ahí estaba.

Los más fornidos terminan siendo vendidos para las tareas más rudas. Los débiles o enfermos finalizan su vida cumpliendo tareas más elementales; como canario sustituto en minas con riesgo de escapes de gas o conserjes en escuelas públicas, por decir algunas. Edgar no era musculoso. Y parecía que la salud de su cuerpo se había tomado unas largas vacaciones. Y además era viejo. Si lo hubieran llevado a las minas, hubiera muerto antes que el canario. Ni siquiera era resistente. Y muy frágil incluso para los estándares establecidos en esclavos enfermos o débiles. Nadie que lo inspeccionara a simple vista se jugaría un céntimo a que el hombre cumpliera satisfactoriamente las funciones de un calienta bancas.

En contrapartida, Edgar hablaba varias lenguas, era ritualista, criterioso y muy tozudo con sus ideologías. Pero claro, estas son talantes que no cotizan en la bolsa de valores del mercado de esclavos.

Tampoco conocía de mapas o astrolabios así que el día que comienza su aventura no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba. Sus únicos parámetros de referencia eran un océano que se extendía por los cuatro lados hasta el horizonte y un cielo azul que se extendía por los cuatro lados hasta el horizonte. A decir verdad, había algunas nubes en él. Pero Edgar desconfiaba de ellas. Se le daba que las muy rufianas tenían fama de moverse cuando nadie la ve.

El capitán del Espuma Triste; un galeón pesado, de gran arboladura y velamen majestuoso, era el veterano marino Bach el Rubio; servidor fiel e incondicional del poderosísimo rey de Landa Io, Guillermo Hidalgo de Pavonés. Y por su reconocida trayectoria en comercialización de bienes muebles —y vaya que se movían cuando se trataba de atraparlos— ostentaba el cargo de primer almirante en la compañía naval mercante. Bach el Rubio cumplía su deber a conciencia de que ocupaba un cargo de esos que para llegar es necesario una infinidad de muestras de merecimiento pero para salir solo bastaba un error. Era esta una de las razones por la que prefería navegar con las armas desenvainadas y evitar así pérdidas de tiempos críticas en un enfrentamiento. Y también elegía las rutas más seguras y por lo tanto mucho más largas aunque con ello necesitase rodear el mundo. Así era que, en vez de navegar de Puerto Trinidad a Antillana rodeando la panza de Akagera por el oeste, ordenaba navegar en círculos, avanzar en trayectos enrulados y, si era necesario, hasta regresar del muelle que zarparon para despistar cualquier potencial pirata cazador de navíos.

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⏰ Última actualización: Jan 14, 2021 ⏰

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Una noche en la taberna sin nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora