𝐂𝐀𝐏𝐈𝐓𝐔𝐋𝐎 𝐃𝐎𝐒

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tumbas de carne



                     𝕱ermín Dubois. Ese descarado y alcohólico humano que se quejaba siempre de lo oneroso que era vivir metido en diversas rutinas ha dejado de existir por completo. No sé nada de él desde hace ya, más de tres semanas, y por momentos —como este— pienso que ya no volveré a escuchar su risa contagiosa por el campus mientras saca su singular par de cigarrillos de los bolsillos de su chaqueta. De él no queda nada más allá que un simple misterio. Pensándolo a fondo, jamás mencionó algo de que quisiera irse de la ciudad, o no confió lo suficiente en mí para poder decírmelo.

—Buenos días, Reiko —Me saluda un muchacho que, para mí, no tiene un nombre en especial. Es un extraño más que abarca una pequeña porción de este barranco repleto de edificios sin colores—. ¿Qué vas a ordenar?

—Lo de siempre —contesto sin muchas ganas. Al bajarme las mangas del suéter comienza a darme mucha picazón—. Café frío sin azúcar.

—Tanta cafeína te hará mal, chica. Pensé que era imposible que tuvieras más ojeras que la semana pasada, pero estaba equivocado. Aunque sea, ¿no quieres que lo caliente un poco? —En los huecos de su mano hay vasos de plástico vacíos que aprieta mientras me observa de forma ladeada. No me encojo en lo absoluto. He estado demasiado ocupada en la mañana como para sufrir algún efecto de nerviosismo ahora que mi cuerpo no hace más que desear echarse una buena siesta.

—No, frío y como siempre —le digo tajante.

—Al fondo y te llamarán —Me entrega un recibo blanco y no se esmera en despedirse. Nunca lo hemos hecho; no sé su nombre, pero él sí conoce el mío y, además, nuestros rostros no se desconocen. Él siempre trabajó aquí desde que ocupo mi tiempo en asistir a la cafetería antes o después de mis clases, pues parece que sus turnos son bastante extensos para estar aquí casi todo el día.

Camino en silencio hacia la otra punta. El mostrador es un rectángulo prolongado que evoca en una pequeña mesada repleta de condimentos. Por ahí arrastran los pedidos llamando a los clientes por los nombres escritos en las tazas. Muevo mi pie con ansias; no es tarde. De hecho, si no me distraigo mirando la camisa rosada que viste una mujer probablemente debería llegar más temprano de lo usual. No hablo específicamente de mis clases. En las aulas donde curso siempre hay más asientos vacíos que personas y, además, los profesores nunca son puntuales. 

Tomo el café una vez está hecho. No exclamo un "gracias" y tampoco genero en mi boca seca un adiós. Envuelvo mi lengua en el café congelado y el amargor me neutraliza paulatinamente. Ignorar la existencia del gentío no quiere decir que ellos no están aquí preñando las calles que se verían mucho más atractivas si estuviesen igual de desoladas que algunos de nosotros. La mayoría de las calles en el campus son peor que caminar a cuerda floja por una tela descosida. La peligrosidad aumenta si se buscan determinados atajos para evitar el bochorno. Suelo rodear con rapidez la Facultad de Artes para llegar rápido hacia la de Letras.

El camino resulta familiar. Debo ser algo horrendo. La gente me observa al pasar con el ceño fruncido y, si están en pares, se murmuran vientos que preñan mi imaginación de bacterias. Jamás pensé en mí como en alguien común y corriente. No me molesta no poseer atención. No me molesta que lo cotidiano aumente mis inseguridades si todo se evapora cuatro letras y un cuerpo. Me abrazo a su visión queriendo destripar los metros que siempre nos separan. Es excitante saber que dentro tengo un músculo que palpita y no soy un cajón que solo aloja huesos y un cerebro que de vez en cuando es funcional. El amor con él tiene la forma de una línea delgada y el contacto se produce a través de los deseos.

𝐋𝐈𝐓𝐓𝐋𝐄 𝐒𝐓𝐀𝐋𝐊𝐄𝐑 | 𝗹𝗲𝘃𝗶 𝗮𝗰𝗸𝗲𝗿𝗺𝗮𝗻Donde viven las historias. Descúbrelo ahora