La Secuoya.

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Desde que tengo memoria, recuerdo haber visitado la casa de verano de mi padre. Cuando se divorció de mi madre y nuestra familia se separó, quiso darle un cambio radical a su vida. Compró esta pequeña casa rodeada por la naturaleza y, desde entonces, es el único escenario que acompaña mis veranos.

Se encuentra en un bosque bastante apartado al que se accede por una angosta senda. A pesar de ser un lugar maravilloso para practicar senderismo, no es muy común observar visitantes por esta zona. El clima es bastante húmedo, y los arces, abetos y coníferas cubiertas de musgo que habitan aquí, le otorgan un ambiente abrupto y natural. No muy alejado de esta, se encuentra un pequeño lago al que vamos a pescar ocasionalmente.

Cuando baja la temperatura, papá corta suficiente madera seca para que la vieja chimenea nos caliente.

La cabaña se encuentra rodeada por un pequeño claro en el que los árboles no crecen. Es un paisaje acogedor, interrumpido solo por la misteriosa Secuoya que crece en la pared más externa de árboles, cercana al porche de la casa.

El árbol siempre me asustó.

Quizás sea por ese aura tan enigmática que lo envuelve, o tan solo por los incontables nombres que se encuentran tallados en su corteza. Papá me comentó una vez que quizás estos pertenezcan a los antiguos dueños de la cabaña o a senderistas que dejan su cruel huella humana marcada en el árbol.

Yo no estoy tan seguro de ello. Un extraño presentimiento me dice que el secreto que ocultan, es mucho más turbio de lo que parece.

A ojos de la mayoría todo parece normal, pero lo que nadie sabe es que, en las noches, una voz femenina murmura mi nombre. Se escucha como un melancólico sollozo, parecido al llanto de una fiel enamorada que espera por su amante. Es obra de la Secuoya, que reclama la presencia de las almas en el crepúsculo.

Hoy en la tarde papá se ha torcido el tobillo mientras reparaba el viejo cobertizo.

Aunque le pedí que me dejara acompañarlo a la clínica que se encuentra a pocos kilómetros, ha pedido que me quede cuidando de la cabaña.


Ni siquiera sospecha el hecho de que quien necesita protección no es la casa, sino sus habitantes.

La aparente soledad que se respira me asusta de sobremanera. Siento que las sombras cobran formas humanas y el volumen de los susurros aumenta cada minuto que pasa.


No me atrevo a intentar mirar por las rendijas de la ventana, la última vez que lo hice, una perturbadora imagen se cirnió sobre mí.

Unos niños vestidos con ropas de otra época, jugaban alrededor de la Secuoya tomados de las manos. La luz de la luna bañaba sus diminutos ojos dibujados de negro, mientras que con sus pequeñas manos me invitaban a unirme a su macabro juego.

No quiero que nada malo me pase, pero intuyo que el árbol se está robando mi cordura.

Debo actuar antes de que ocurra algo peor.

Miro hacia el recibidor, donde el hacha brillante de mi padre resplandece con los pequeños espectros de luz que la luna filtra por los agujeros. Ella es mi única aliada esta noche.

La tomo con fuerza entre mis manos mientras me dirijo con decisión hacia el origen del mal. Asesto el primer golpe seco en la zona más baja del rugoso y cadavérico tronco.

Todo mi cuerpo se paraliza cuando, con terror compruebo que el líquido espeso que brota del corte es de color rojo. No es savia, el olor metálico que desprende me confirma lo que es: sangre.

Hipnotizado observo como, poco a poco, en la corteza se van grabando unas letras. No son aleatorias, fueron elegidas y escritas con cuidado para formar una clara palabra, mi nombre.

No transcurre mucho tiempo hasta que percibo unos fríos brazos envolver todo mi ser. Salen de la Secuoya y se retuercen como serpientes venenosas. No me abrazan con ternura, quieren acabar con mi vida. Intento pedir ayuda y liberarme pero mis esfuerzos son inútiles. Cuando las blancas manos llegan a mi cuello comienzan a ejercer mucha más presión. Me asfixian lentamente, disfrutando de mi agonía. Pronto todo se apagará y en la triste y fría eternidad que me espera solo quedará el funesto recuerdo del terror y la horrible necesidad de esparcir el mal.

Como muchos otros antes que yo, seré esclavo de la Secuoya.

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