Una cirugía de retazos.

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El agudo sonido inunda lentamente toda la planta baja de la casa de los Brown. Enmudece por breves intervalos de tiempo para luego retomar nuevamente su extenuante tortura sonora. El resto de la casa permanece en silencio, a oscuras. Solo una blanca habitación se convierte en escenario de una intensa actividad.

Bisturís, tijeras, pinzas y separadores descansan sobre una larga mesa de acero inoxidable. En el ambiente se percibe el penetrante e inconfundible aroma del alcohol, que cubre hasta las más intrincadas esquinas de esta sala esterilizada.

El sonido metálico del material quirúrgico acompaña el sonar del monitor de signos vitales, que durante tres largas y agotadoras horas de trabajo, procesa de forma continua los parámetros fisiológicos del paciente. La máquina convierte las señales eléctricas provenientes del corazón en las largas líneas onduladas que la pantalla muestra. Ha permanecido sin variaciones, indicando que quien descansa sobre la mesa quirúrgica se encuentra fuera de peligro.

El doctor Brown ejecuta su labor con destreza. Valiéndose de la joven instrumentista—su hija Nicole—finalmente ha librado de la muerte el alma de quien descansa bajo los efectos de la anestesia.


Nicole tiene apenas ocho años pero conoce como una experta los términos y la utilidad de cada instrumento de cirugía. Su entrecejo se encuentra fruncido y sus labios apretados, señas de una enorme concentración tangible incluso por encima de la mascarilla.

Sus ojos brillan mientras observa con atención cada movimiento de su padre, las delicadas incisiones o esas microscópicas suturas en tejidos bañados por un vivo carmín.

El doctor va abriendo lentamente un camino por entre el mullido relleno hasta que, resplandeciente gracias a la luz que ilumina la sala, un minúsculo capullo queda expuesto ante la vista de los presentes.

Palpita despacio y con mucha dificultad. El tejido que lo conforma se encuentra totalmente deshilachado, y con suficientes agujeros que dejan entrever el contenido que guarda en su interior.

Mediante la ayuda de un bisturí, el cirujano descose los hilvanes que unen los retazos, con el propósito de descubrir aquello que arropado, se oculta entre las sombras.

Pronto el palpitar de un pequeño corazón hace eco en la sala. Es diminuto y con numerosas bifurcasiones que hacen de su superficie una grandiosa orografía. Aún conserva la morfología que tenía cuando bombeaba sangre en el interior de aquel cardenal norteño que visitaba el jardín.

Su forzoso palpitar evidencia el maltrato que ha sufrido. Esperar unos minutos después del ataque, y el daño ocasionado por los afilados colmillos del doberman hubiese sido irreparable. No es correcto culparlo.

Aunque para el perro solo es un símbolo de cómo el curso de los acontecimientos ha sido alterado, para la familia constituye algo más que un acto de amor el intentar mantener con vida a aquel cuyo tiempo en el plano terrenal expiró.

Pocas horas transcurren antes de que el paciente despierte por completo. El doctor levanta con ternura el flácido cuerpo y lo tiende hasta su hija. Suspira.

En sus oídos comienza a retumbar, muy bajo, el enfermo latir del corazón. Eso ya no importa, solo es un precio más que debe pagar por mantener unida a su familia. Mientras viva, hará todo lo posible por mantenerla así.

Nicole se aproxima a la puerta con el cuerpo de su hermano en brazos, la pequeña cabeza descansa sobre su hombro derecho. En los botones negros que son sus ojos vive la nostalgia. Nostalgia hacia un cuerpo de carne y hueso que en un pasado fue suyo. Desde el umbral de la puerta, el pequeño que habita en el interior del muñeco vudú levanta su mano para desearle a su padre buenas noches.

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