Graciela siempre se sintió como un perro callejero, solitaria, mendigando cariño. Se sentía sola, no tenía a nadie que la quisiera, nadie de verdad.
Sus amigos no eran realmente amigos; o eran compañeros de clase o, personas con las que salía muy de vez en cuando.
Puede que se arrepintiera un poco por su madre, pero ya era demasiado tarde: tenía un corte de unos diez centímetros en la parte interna de su brazo. Notaba cómo la caliente y rojiza sangre recorría lentamente su brazo hasta caer en el frío suelo.
Pero en el preciso instante en el que la chica estaba a punto de abandonar su frágil cuerpo, alguien entro en el baño. Era su madre. Nunca olvidará la tierna y triste mirada de su madre cuando estaba en el hospital.
Graciela no tuvo una vida fácil, su padre las abandonó cuando sólo tenía siete años y su madre entró en una fuerte depresión. Un par de años atrás las dos se mudaron a Madrid en contra de la voluntad de la muchacha. Cuando su madre estaba con depresión, estaba todo el día en la cama y la abuela se hacía cargo de ella, quizá por eso no tenían muy buena relación, nunca pasaron mucho tiempo juntas.
La chica tenía dieciséis años, su pelo era corto, con flequillo y algo ondulado, color carbón. Tenía dos extraños piercings plateados en las mejillas que la marcaban dos graciosos hoyuelos cuando sonreía. Sus ojos eran verdes, algo azulados y lucía unas largas pestañas. Su madre, Sofía, era alta y rubia, era muy guapa, pero su rostro era algo desgarbado.
Tras varios meses yendo a diario al psicólogo y recuperándose de su depresión, estaba nerviosa, pues dentro de dos días volvía al instituto. Se pasaba los días en la cama, llorando porque se sentía sola o escuchando música, puesto que era lo único que la hacía sentirse bien.
El lunes llegó desgraciadamente para Graciela; se despertó nerviosa, se puso lo primero que encontró en su armario y se fue caminando sola a su instituto. Llegó a clase y todo seguía casi igual, algunos compañeros se preocuparon, pero para la mayoría, era indiferente. Aunque para ella, era de esperar pues hacía unos años que no tenía amigos de verdad.
Su clase era cuarto de eso B y la tocó sentarse al lado de una chica nueva, lo cual la sorprendió. Era una chica rubia, con el pelo lacio, de media estatura y tenía unos ojos color miel que inspiraban confianza.
-Hola, soy María -se presentó la chica nueva.
-Yo… yo me llamo Graciela, ¿eres nueva?
-Si, es que han cerrado mi antiguo instituto y la mayoría de los alumnos hemos venido aquí. ¿Tu eres nueva? nunca te he visto por aquí.
-No, he estado… fuera. ¿No te han hablado de mí?
-Pues la verdad es que no.
-Bueno, tampoco me sorprende -dijo con un tono desanimado.
María era una chica muy maja. Tras superar la primera semana de instituto, Graciela tuvo que ir a casa de María a hacer un trabajo de historia juntas. Su casa era grande, pero a la vez acogedora; su madre era una mujer muy agradable, tenía un gran parecido con María. Su padre tenía una espesa barba y ni se esforzó en saludar. Tenía un hermano de dos años que se llamaba Daniel, la dio un fuerte abrazo nada más llegar. Las dos hicieron el largo trabajo sobre la historia de España que a la vez las sirvió para entablar relación. Se hicieron buenas amigas y quedaron durante toda la semana. Graciela no había dicho nada a María, pero el otro día vio a un chico en su pasillo que la saltó a la vista; era castaño, con el pelo hacia arriba y tenía unos preciosos ojos verdes que hacían que no pudieses dejar de mirarlos. Era alto y algo musculoso, aunque mostraba una actitud algo prepotente.
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Un soplo de esperanza
Teen FictionGraciela es una chica de 16 años que, tras intentar suicidarse, decide rehacer su vida. Vive en Madrid con su madre, Sofía, cuya relación con su hija no es muy buena. Su abuela, Victoria, la crió desde muy pequeña. Tras regresar al instituto, conoce...