De la nao, su tripulación y cómo leer el código

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Por cierto, este mediodía llegó para vos un billete del Steenbergen, tomadlo

Así dijo, Felipe, y entregóme un billetito lacrado, perfumado, que olía a tardes regaladas de verano y vino de Málaga. En el dorso, con proporcionada y pulcra caligrafía era pulcra podía leerse “Para el Señor Johann Peter”. En fin, rasgué el sello y abrí la carta. Su contenido ya le conocéis. Qué decir… Turbóme tanto como a expresar no alcanzo. Traté de desecharlo, de olvidar el billete y a ella, pero… A qué mentiros, fueme imposible de todo punto. Supongo que fue el espejismo de la conquista, el ideal caballero de la princesa presa… No sé. Mas, si sé que era mi propósito la huida para acogerme a posesiones españolas, y dejo de serlo.

Estábamos en nuestro aposento, en el lazareto ya. Francisco dormía la pesadilla que sólo el hombre puede crear en el establo, bajo guardia de uno de los marineros del retén. Estaba ya todo oscuro, de no ser por la feble luz de mi palmatoria. A un lado reposaba Felipe, que roncaba ruidosamente ya. Releí el billete, sí. Lo confieso. Y cuando soplé el ánima débil de la vela y las tinieblas ganaron el espacio todo, aún creí verla, entre las constelaciones que el techo me velaba.

El día siguiente amanecimos pronto. En cuanto cantó el gallo – y los había en grande número en la isla- fuimos a ver al reo. Tenía aún peor aspecto que la noche previa. Dímosle relevo al grumetillo que hacía de centinela y quedámonos solos.      Habíame imaginado que quizá deberíamos darle una nueva ración de pescozones para hacerle hablar. Mas era su estado tan malo que quise probar si entendía él lo mismo, y si estaría por tanto más receptivo a la colaboración. Que nos era esta necesaria, porque, secretamente, tenía yo por cierto de que antes de que el día cayese debíamos estar de nuevo embarcados y en pos del tesoro. Y sino hacíamos, pues era la isla pequeña y muy transitada, habríamos de vernos más pronto que tarde en querellas con el tal D’Erlon. Y voto a tal, que ya me había servido de escarmiento la cuchillada – leve, a Dios gracias- que embellecía mi antebrazo, recuerdo de la escaramuza de la noche anterior.

Así que vacié un cubo de agua fresca sobre el renegado morisco. Que era muy debilitado se percibía a ojos vista, se le daría un higa si le apaleábamos hasta la muerte. Pues estaba cerca della, y no hacían los golpes. Y donde ellos no hacían, debían hacer las lindezas y las cortesías.

Meser Francisco, preciso vuestra ayuda, y tened por promesa bajo mi nombre de caballero que no os haré ningún daño, si a mis preguntas respondéis – dije-. Así que, decidme, ¿ayudaréisme?

Idos al infierno – contestó, con un hilo de voz

Meser Francisco, aquí mi amigo no tiene mucha paciencia… Os ruego refrenéis vuestra lengua y seais cortés con nosotros. Y para que veais nuestra buena crianza, os diré algo: podéis ahorraros el tesoro del que hablabais. Mas preciso vuestra ayuda con el legajo que ayer visteis.

Él guardó silencio. Sólo se oía su respiración doliente. Al cabo, irguiese un poco sobre el suelo recamado de paja.

Deme vuestra merced el billete y yo os transcribiré las letras, si es lo que deseáis. Mas así haré con una condición: que luego me dejéis libre.

Tenéis mi palabra de caballero – contesté, muy seguro, mirándole a los ojos. Ignoraba él que ni tenía palabra, ni mucho menos era caballero. Como luego se verá.

“Los días pasan lánguidos, en alta mar. Él codicia mi cuerpo. Y yo, hago crecer aquel deseo. Vístome todos los días, doyme afeites, como si fuese a asistir al baile del virrey. Él me repugna, no sabéis hasta qué extremos. Todos los días y todas las noches compartimos camarote, comida y cena, y aún lecho. Mas él no me toca. Sé que arde por mis carnes. Sé también que no se concede forzarme, ni tampoco permite que nadie más se me acerque. Mas no sé cuánto podrá durar este juego, esta contradanza de avances y retiradas, de miradas y desaires.

Islas de Barlovento, o cómo robar la flota de IndiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora