De la mozuela flamenca

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Llovía. No había dejado de llover desde que me había reenganchado. Era uno de esos días en los que el frío se te mete hasta el tuétano y estás deseando que empiece la fiesta. Y a fe, que pronto comenzó. En silencio, maldiciendo entre dientes cruzamos el dique , metiéndonos hasta la cintura en las aguas heladas del canal. La niebla baja, pegada al agua, flotaba entre nosotros, haciéndonos parecer fantasmas. Y seguía lloviendo, jarreando, condenados herejes, y sus malditos cielos plomizos, y sus jodidos poblachos, todos iguales, todos tan perfectos y pulidos.

Así que madrugaron los herejes a darnos también linda lluvia de plomo y artillería, que tenían apostada a la entrada de la ciudadela. Y nosotros, pugnando por nos mover en el canal y llegarnos pronto y sanos al fondo dél. Miré atrás y vi las banderas del tercio y la cruz de San Andrés, ondeando flácidas en la inexistente brisa del amanecer. Y en el gris mate, cernidos por los dos muros del dique, vide el rojo de la sangre y los gallardetes teñir las aguas, subir al cielo los voto a tal, el mucho llamar y mentar a las madres de uno y de lo otros, la espuma blanca que elevaban los tiros, e los mosquetes e arcabuces.

Y digo que así fue, que nos esperaban en el embocamiento del canal, única ruta que no habían bloqueado, dos capitanías de piqueros y fusilería. Y esperabánnos a pie quedo, terminando de cerrar la formación por la mucha premura que traían de nos cerrar el camino. Y cuando salimos del agua, a fe, que no sentía las manos, de tanto frío había. Mas pienso que saliésemos todos pobres, cansados y con ganas de entrarnos en calor. Y así en la fila en la que veníamos, con los mosquetes y los arcabuces silenciados por la humidad del canal, las espadas desenvainadas y las picas prontas, digo aquí que no hay infantería en el mundo que un tercio pueda resistir, cuando viene de un canal helado y gris.

Y así fue, que aunque nos quisieron resistir, y tenían buena fusilería entre las picas, y viniéronles a socorrer gente de a caballo, así, digo, que les desbaratamos con tal empuje que tuvieron que acogerse a la ciudadela, y los del poblacho corrían como pollos sin cabeza, y debían decir en su lengua (pues aún la desconocía) y echar pestes de aquella chusma que encima se les venía. Y razones no les faltaba, pues cerraronse las puertas de la fortaleza, mas de produjéronse escalas y por ellas remontamos los recios muros, y aunque seguía escupiendo fuego el artillería suya, y nos daban lindas rociadas de fusilería y cumplidas estocadas, con todo entramos en ella como rayos, diciendo Santiago y cierra España a voz en cuello.

Y cuando todo hubo terminado sacámosles las botas a los herejes, allí como despanzurrados habían caído, y el oro, y al salir del fortín hubo grandes peleas por habérselas con las mozas flamencas que vivas habían quedado, mientras oíanse los vivas al maestre de campo, que en un bello alazán entraba al trote en la ciudadela que a las armas del Imperio habíamos rendido.

Tócome en suerte una mozuela de pelo azafrán, que tendría hasta dieciséis años, y temblaba como azogada. Llévela a un cobertizo, y estuvo a pique de se desmayar. Tratéla con lindas maneras, sequéle las lágrimas.

Dejó de llorar.

Mas no de gemir.

Y no dejó de hacerlo cuando la forcé, pardiez, estas mozuelas herejes no saben cómo han de tratar al vencedor.

Reconozco que era mi primera vez.

Creo que no lo hubiera hecho – nunca había necesitado forzar a una mujer, ni después lo precisé-, digo, de no habernos repartido féminas y puestos entre los camaradas.

Sea como fuera, lo hice.

Sea como fuera, ella alcanzó mi daga.

Fuera o no su día, su sangre tiñó mi coleto de cuero, y la vida se le escapaba a borbotones mientras aún éramos uno.

Sea como fuera, sus ojos verdes se siguen apagando en los míos una de cada dos noches.

Aquella mañana me había despertado en aquella aldea de Flandes, preguntándome de nuevo porque ella se dio muerte, y no me la dio a mí.

Luego los atambores tornaron a rugir, y los indios ensayaron una última carga.

Vienen de nuevo, don Juan - dijo

Vienen, don Felipe - contesté

Espéremosles en Dios – repuso

Entonces sonó un grande disparo.

Islas de Barlovento, o cómo robar la flota de IndiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora