El silbato del tren, que se iba, se hizo insoportable.
Cintia, con un diario en la canasta y otro en la mano, estacióno en la puerta de su casa. Bruno la esperó. Bruno, a pesar de ser muy amigo de Cintia, no había entrado muchas veces a la casa de su amiga. Al padre no le gustaba que su hija tuviera amigos. Era un hombre solitario, de mirada penetrante. Su presencia inspiraba inquietud. No se podía contradecir su pensamiento y no era ningún secreto que se enojaba muy seguido, especialmente con su hija. Ella saludó a su papá, que estaba en la vereda, y éste le dijo con voz de enojado:—Cintia, no te alejes de casa; cuando María vuelva de misa almorzamos.
—Me espera la abuela a comer y además le tengo que llevar el diario.
—Te dije que vamos a esperarte para comer, déjale el diario y volvé a casa pronto, no tardes, ya sabés que no me gusta que estés en la calle al mediodía, y decile a tu abuela que no te espere más para comer –ordenó el papá.Pero Cintia no lo escuchó. Salió pedaleando en contra del viento que se empeñaba en retrasarla. Bruno le seguía sin hablar. Descubrir que la casita se vendía los dejo muy preocupados. Mil ideas de les cruzaban a los dos por sus cabezas. Aquel alejado refugio había Sido escenario de muchos encuentros. Solían ir a leer sobre la piedra de la laguna, se contaban los secretos más divertidos y tantas veces espiaron por los agujeros de la cerradura...
En el trayecto Bruno dijo:
—Te acompañó hasta la casa de tu abuela y me voy a comer, mi mamá me espera.Cintia observó cómo su amigo, de golpe, frenó la bicicleta con el pie derecho y dejó un surco en la calle de tierra. Sacó la honda que tenía en el bolsillo de atrás del pantalón, buscó una piedrita en la calle, la colocó en la gomera y apuntó hacía el poste que tenía enfrente. Ella siguió los movimientos que realizaba su amigo sin poder decir una palabra. Inmediatamente ante los ojos de la niña, un gorrioncito cayó en el medio de la zanja. Bruno corrió a buscarlo y mientras lo acomodaba en el canasto de la bicicleta, dijo:
—Sigamos.
Cuando Cintia reaccionó, le gritó:
—Sos un desalmado, siempre arruinas todo –y lo dejó plantado como acostumbrada en estás circunstancias.Bruno hacía siempre lo mismo: en cuanto alguien se descuidaba, cazaba pajaritos. Más tarde los desplumaba y la mamá cocinaba polenta con pajaritos. Cintia no podía querer tanto a un ser tan despiadado. Aquello que Cintia no sabía era que Bruno hacía lo imposible para que ella no se impresionara.
"¿Quién entiende a las mujeres?", Pensó Bruno, de regreso a casa.
—Lo odio, es un asesino –gritaba Cintia–, no sé cómo hace pero se los come.
Domingo, pleno mediodía: la abuela Pina, después de ir al cementerio con la señora Hilda Ruverino, preparó el almuerzo y se sentó al lado del jazmín a tejer medias para los chicos del orfanato y a esperar a su nieta. Siempre elegía tareas para invertir sus horas en algo útil. Cocinaba dulces y tortas para vender, lavaba la ropa del hogar de ancianos, preparaba licores, además de limpiar su casa y atender la huerta.
El jazmín despedía un olorcito que la abuela inspiraba profundo. Era un combustible para que las agujas de tejer funcionaran. Y cuando las agujas empezaban la carrera, los recuerdos venían por buena compañía. Muchos de ellos, una y mil veces, habían llegado a oídos de Cintia: relatos de gente que vino de España en el barco con ella y otros de los indígenas que vivieron en las tierras de Azul muchos años atrás.
Pina tejía y trataba de desovillar su memoria. Quería olvidar a su hija, la madre de Cintia, que un día se había marchado del pueblo dejando a Cintia chiquita. Nunca la perdonó. Tampoco nunca supo el motivo; aunque de haber sabido la causa, ella pensaba que no habría una razón, ni una sola, que justificara una huida semejante dejando a una niña como Cintia. Renegaba de lo que había hecho su hija; tal vez, no quería verla más. Pero la extrañaba igual. También quería comprender al padre de Cintia que actuaba como un hombre sin sentimientos y culpaba a su hija por todo lo que le había ocurrido. No podía tolerar que ese hombre fuera amigo del intendente y estuviera en boca de todo el pueblo por sus sucios negocios y su amor al juego.
De golpee alguien le arrancó los malos pensamientos:
—¿Quién está allí?
Ella sabía que era su nieta por los ruidos a maceta atropellada. También por los lamentos y quejidos de niña que culpa a la bicicleta de haber atropellado a una maceta y, por último, por un sonido a papel de diario que empezaba a volar con el viento. Después se oyó a alguien que salió de correr detrás del diario y otro estallido. Era el enanito de jardín que cayó sin remedio. Cintia estaba acostumbrada a llegar así a la casa de su abuela.
—Cintia, ¿Qué te pasa? –le pregunto–. Mi niña, seguro que te peleaste con Bruno.
Pero Cintia no habló.
—A veces una tiene que saber aguantarse los defectos de quién es su amigo.
Pero Cintia lloró.
—Seguro que mató un pajarito.
Pero Cintia lloraba más.
—Vení, contame.
Pero Cintia lloraba más y más.
Y lo hacía como su un ejército de madrastras le hubieran prohibido tomar helados. O como cuando la suya, María, la mujer de su padre, le permitía leer por las noches. Lloraba como Cenicienta cuando no podía ir al baile. Cómo Blancanieves cuando en el bosque tenía miedo a la oscuridad. Cómo Hansel y Gretel cuando fueron abandonados. Cómo cuando el Patito Feo se sentía feo. Cómo Alicia, como...
Lloraba como cuando su papá le pegaba, porque el papá de Cintia, cuendo estaba nervioso, algo que sucedía con frecuencia, le pegaba.
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La casita Azul
Teen Fiction"La casa abandonada conservaba en su interior un gran secreto, eso era obvio; pero además le ocurría algo maravilloso, algo que nadie en el pueblo conseguía explicar pero que todos esperaban. Ese acontecimiento tan esperado ocurría todos los 28 de n...