Visitas

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El colectivo llevaba todos los domingos del año a algunas personas de excursión al cementerio, que quedaba al costado de la ruta que conducía a la ciudad, a unos diez kilómetros del poblado. La muejer que manejaba era esposa del intendente, la encargada de explorar el sector turístico del pueblo.

Como siempre ocurre en estas localidades, la gente no está muy conforme con las decisiones que toman los intendentes; pero también, como en todos los pueblos, es difícil contradecirlos porque donde el que manda se enriquece y, posteriormente, con el dinero obtenido adquiere más poder, no es fácil rebelarse. Siempre en los pueblos chicos hay quienes dominan injustamente. Pero también están algunos que se resisten.

Los chicos del pueblo, de la misma manera como lo hacía Cintia, visitaba a escondidas la casa abandonada, deseosos por conocer detalles acerca de ese lugar; y esto ponía de muy mal humor al intendente, que no dudaba en cobrar multas a las familias que dejaban que sus hijos ingresaran en ese territorio que él había hecho suyo. Para Cintia, en el caso de ser sorprendida, el problema era peor porque el intendente era amigo de su padre y esto, lejos de traerle algún beneficio, a perjudicaba. Si su padre se enteraba de que ella entraba al lugar prohibido y por lo tanto desobedecía al intendente, sin duda, las cosas se complicarían.

Esto de resguardar el lugar clandestino tenía un motivo bastante valedero para el señor intendente, don Eduardo Ruverino, y era que todas las tardes de todos los domingos, la señora Hilda Ruverino, a las seis en punto, después de dormir la siesta, guiaba a los curiosos interesados en conocer por fuera la residencia y les relataba partes de la leyenda, para que al menos algunos se retiraran intrigados. No había dudas de que el sitio era explotado por el mandamás como si fuera patrimonio del pueblo. Nadie sabía quién era el verdadero dueño aunque conocieran la leyenda de sus antepasados.

Después de la visita guiada, desde la oficina de turismo la propia señora del intendente aconsejaba a los visitantes un pronto regreso y prometía para un futuro no muy lejano incluir un paseo por el interior de la casa. Claro que nunca se cumplía esta promesa.

Don Eduardo tenía una posada al lado de la estación de tren. Los domingos, la gente que llegaba esde otros pueblos se instalaban allí y almorzaba antes de ser conducida a la casa abandonada. Pero la historia de la casa abandonada no era la única explotación del mandamás, sino que don Eduardo también sacaba réditos de la excursión al cementerio, ya que ponía a disposición de los habitantes el colectivo naranja y la voluntad de su esposa, pero les cobraba un peso por el viaje. Y como quién más quién menos todos tenían un muerto en la familia, los domingos el micro salía repleto y había que anotarse en una lista, durante la semana, para poder viajar. En épocas de fiestas de guardar, los viajes se multiplicaban.

Las visitas a la casa abandonada también se duplicaban en noviembre o en las vacaciones de invierno. Las promesas de develar su interior quedaban sugeridas en los visitantes y por eso la mayoría decidía volver.

Y como si los misterios fueran pocos, alrededor de la casa abandonada había un hecho que todos esperaban y tampoco nadie conseguía explicarse por qué sucedía así. Como las cosas que no tienen explicación atraen a la multitud, no fue difícil darle al pueblo de Azul una identidad que en los alrededores nadie desconocía aunque fuera un lugar olvidado para las grandes ciudades.

Ese hecho tan misterioso y casi mágico que, año tras año, venía repitiéndose estaba muy bien contemplando por el matrimonio Ruverino y ellos se encargaban de difundirlo.  El asunto tenía intrigados a Cintia y a Bruno y también a los demás habitantes de Azul. Y eso que sucedía todos los 28 de noviembre desde que los más ancianos recuerdan era muy rentable para la gobernación.

Por eso noviembre, además de generar dinero con el día de los muertos (se hacían muchos viajes al cementerio), también era rentable porque de todos los pueblos vecinos venían a la fiesta que se hacía en Azul. La fiesta era para celebrar en l misterio. El misterio era que ese día exactamente, como si se tratara de un cambio designado por la naturaleza, la casa abandonada —esa casa que tenía sus puertas cerradas desde hacía añares—, de golpe y de un día para otro sufría un cambio;y así VB como quien cambia de color de piel cuando se expone al sol mucho tiempo, la casa a la luz de la luna cambia su tinta. La casa de paredes blancas, abandonada y misteriosa, se teñía de azul.

Cada 27 de noviembre, ellos concurrían a la fiesta que se daba en vísperas del cambio del color de la casa, que pasaba de ser blanca a estar azul. Nadie en el pueblo pudo presenciar el momento justo del cambio de color. Era un misterio en qué momento sucedía ese pasaje del color blanco al color azul y viceversa. Todos sabían que el azul sólo duraba un día en las paredes de la casa. La fiesta de Jacarandá era una fiesta que empezaba desde la mañana con misa, procesión e la Virgen del Rosario y baile donde elegían reina y princesas e invitaban a reinas de otros pueblos.

Pero lo más importante era lo que sucedía después. A la madrugada del día siguiente, mientras el pueblo dormía agotado después de un día de fiesta, la casita abandonada se ponía azul. Ése fue el motivo por el cual el resto del año, aunque la casa volviera a estar blanca, todos la llamaban "La Casita Azul".





La casita AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora