Un domingo de invierno

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Eran las nueve de la mañana del domingo. El invierno ingresaba a un pueblo casi olvidado, como todos los 21 de junio: sin demora ni titubeos. El pueblo llamado Azul recibía gustoso el frío sin oponerseba las reglas de la naturaleza. Al mismo tiempo que el viento abrazaba las calles brutalmente, salía por el acceso principal un colectivo naranja conducido por una mujer.

A esa misma hora, Cintia salió para hacer su habitual y efímera salida. Bicicleta, gorro y mochila en mano, dio una vuelta por la calle de tierra; tuvo cuidado de que nadie la viera -cosa difícil en una comunidad chica-, y tomó el camino paralelo a las vías, rumbo a la laguna que bordeaba la casa abandonada. Éste era su paseo más secreto y más esperado: ir a la casa abandonada que, como todas las casas del mundo, tenía una larga historia.
Cintia realizaba escapadas fugaces a ese sitio muy a menudo para explorarlo y porque se sentía bien visitándolo. Desde muy chica había escuchado la historia de las personas que habían vivido allí, y como Cintia era curiosa sentía una atracción especial por aquel lugar. Ella paseaba por el monte, cortaba ramitas, espiaba por las ventanas , pero nunca había conseguido entrar en la casa.

Cintia llegó en bicicleta a la zona prohibida. Cruzó el patio, dejó la bici detrás de la bomba, que sólo sacaba agua si se bombeaba más de veinte minutos, y observó todos los puntos cardinales. Luego convidó con miguitas de pan a las palomas que se acercaron a recibirla, corrió a los perros que se fueron a la laguna asustando a los flamencos y espantó a los teros que venían a gritarle al oído. Se acerco a la laguna. Caminó primero por la orilla donde estaban los sauces llorones y luego por la ribera hasta que decidió avanzar. El agua le llegaba a los tobillos y la sintió helada a pesar de sus botas rojas. La laguna era bastante playa hasta la piedra grande que parecía una islita en la laguna. Caminó hacia ella, no muy lejos de la orilla. Cintia subió a la piedra, se estiró bien, apoyó los codos y giró su vista hacia el lado del pueblo y sus montes. El de su casa tenía palos borrachos y en marzo se ponía rosa. El de la casa de su mejor amigo, estaba cercado por aromos y en agosto se teñia de amarillo. El de la casa abandonada tenía jacarandaes y en noviembre se teñia de celeste. Los montes todavía estaban sin florecer.

Cintia se acostó sobre la pieda y sintió como la brisa arrastraba el silencio, un silencio que sólo rompían los teros, las ranas y algunos grillos perdidos. De golpe, se sobresaltó. Una bandada de pajaros salió del palomar hacia el cielo y tembló la tierra. Se sentó, miró hacia todos lados, no vio a nadie. No quedó muy tranquila porque ella sabía que cuando los pájaros salían volando en conjunto y asustados, era porque percibían la presencia de alguien. No tenía miedo; pero si el intendente la encontraba en esas tierras vedadas no iba a ser fácil justificar el motivo de su visita. Volvió a observar a su alrededor para asegurarse de que estaba sola. Se sacó las botas, escurrió el agua y las dejó sobre la piedra para que se secaran al sol.

Del palomar salían más y más palomas. Miró la casa, la bomba, la mecedora, los portillos. . . y nada. Se acostó y cerró los ojos. Luego pensó: "Tanto tiempo visitando este sitio, ya es hora ignorar ruidos imaginarios".

Se quedó quieta, así de nuevo el silencio se le hacía más suyo. Desde allí veía el cielo imponente. Las nubes pasaban, daban vueltas y seguían hacia otros pueblos. Pasaron unos minutos, tal vez varios minutos. Cerró los ojos. Se quedó dormida. Siempre se adormecía en la piedra porque dormía poco por las noches debido a su apuro por terminar las novelas que le prestaba don Simón. Sintió que algo le hacía cosquillas en la nariz. En un segundo estuvo sentada.
-Un bicho -gritó.
Pero no era un bicho. Alguien le estaba haciendo cosquillas con una ramita de jacarandá.
-Sabía que estabas acá. ¿Te asusté?
-Para nada -dijo Cintia, pero bajó de la piedra y caminó apurada mojándose los pantalones por la brusquedad de sus pasos.

E

ra bruno, que inmediatamente supo que ella se había asustado aunque jamás lo admitiera. Bruno tenía una honda y venía al palomar a cazar pajaritos. Los dos estaban en séptimo grado y eran amigos desde el jardín de infantes. Ambos compartían el gusto por aquella casa abandonada de las afueras del pueblo. Conocían la leyenda porque era muy contada en la zona y también sabían del miedo que todos tenían a esas tierras prohibidas. Pero ¿a quién no le gusta averiguar cosas de aquello que es clandestino? Para ellos el encanto sería ver la casa por dentro y eso no le había ocurrido a nadie en el pueblo, al menos que ellos supieran.

Llegaron a la orilla.

La casa abandonada conserva en su interior un gran secreto, eso era obvio; pero además le ocurría algo maravilloso, algo que nadie en el pueblo conseguía explicar pero que todos esperaban. Ese acontecimiento tan esperado ocurría todos los 28 de noviembre, cuando todos despertaba e iban a comprobarlo, sin desayunar, a ese lugar.
El gran misterio fue creciendo con los años.
Bruno y Cintia estaban escurriéndose las medias cuando el ruido de los pájaros y los perros les delató que un auto entraba por el camino de jacarandaes. Cada uno agarró las botas que se había sacado para volcar el agua y volvieron al lago descalzos. Se quedaron atrás de la piedra agachados con medio cuerpo bajo el agua helada. Cintia temblaba de frío. Bruno le pasó un brazo sobre los hombros. Ella tembló más. Le encantaba que la abrazara y le pareció que algo le recorría el estómago. Bruno respiraba muy cerquita de ella. Cintia tenía miedo de que se le escucharan los latidos del corazón.
-Quieta -dijo él; todo sucedía como en las novelas de amor que leía Cintia cuando se las prestaba don Simón. De pronto, él la soltó, un segundo nada más, porque con sus manos apoyó la honda en el hombro y acomodó las botas que sostenía; luego volvió a abrazarla. A ella le seguía cabalgando el corazón.

El auto negro avanzó por el camino. Los forasteros descendieron vestidos de negro también. Se acercaron a la casa pero no entraron, tampoco abrieron sus puertas; sólo conversaron y espiaron hacia adentro por la rendija de la cerradura.

Diez minutos más tarde colgaron un cartel de chapa en el portillo con una frase que ni Bruno ni Cintia pudieron descifrar. Finalmente, subieron al auto y salieron. En la tranquera del camino, colocaron otro cartel; luego desaparecieron.
Bruno y Cintia se pararon para salir de la laguna. Él llevaba la honda al hombro sosteniéndola con una mano. En la otra mano, los dos pares de botas. La honda era, según Cintia, el único defecto que tenía su amigo. "De no haber sido por esa manía de cazar animales, todo hubiera sido perfecto", pensó por milésima vez.
Se acercaron al cartel y los dos leyeron al unísono:
-"SE VENDE".
-Se vende, ¡no puede ser!
Se miraron.
-Ahora, más que nunca, tenemos que entrar.
-No podemos. Son casi las diez, tengo que ir a cambiarme para ir a la estación a buscar los diarios. La abuela me espera para almorzar -dijo Cintia poniéndose las botas sobre las medias mojadas.
-Tenés razón, no podemos quedarnos más tiempo. Pero me parece que esperar hasta el otro domingo es mucho. ¿Y si volvemos esta tarde? -preguntó Bruno al mismo tiempo que ayudaba a su amiga a subir a la bicicleta.
-¿Será peligroso?
Bruno pensó unos segundos. Después dijo:
-Si venimos antes de que llegue la señora del intendente, no es peligroso. Sabemos que todos duermen la siesta los domingos.

Ambos tenían los pantalones mojados. Salieron por el camino de pasto que iba desde la casa hasta la tranquera que ahora tenía el cartel "SE VENDE" y luego tomaron el de tierra hacia el pueblo.
Estaban muertos de frío.
El aire del invierno quería sacarlos pero el costo era tener más frío. Cintia se adelantó y luego desapareció al cruzar las vías. Bruno detuvo su marcha y se recostó a pensar a la orilla del camino.

La casita AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora