—Hace más de trescientos años, cuando Utgard El Sabio fundó nuestro reino bajo su nombre, dijo que la clave de su inteligencia se debía a que se despertaba justo antes de que el sol saliera.
Muchos hombres habían soñado con despertar viendo el hermoso rostro de una musa o de alguna belleza extraña como esas famosas sirenas que retrataban las leyendas. Aquellas con miradas extravagantes y esculturales cuerpos que se movían al compás de una flor, tan hermosas que habrían cautivado a más de una docena de artistas en medio de un bloqueo creativo. La verdad era que no solo los expertos en el cuerpo humano añoraban ser testigos de tal gloriosa femineidad. Hasta los hombres más bruscos que bañaban sus manos en sangre durante meses en el campo de batalla sabían apreciar esa delicadeza; así experimentarían un momento de felicidad que conquistando reinos no se obtenía.
Sin embargo, la única mujer en la vida del príncipe no se trataba de una flor danzarina o mucho menos de algo tan hermoso que ni siquiera existía. Ella era una simple señora de renombre que vestía largos vestidos negros, como si todos los días se tratasen de un funeral, y con un rostro inexpresivo, igual de imperturbable que su rígida postura. A pesar de ser solo una sirvienta del palacio, sus ojos demostraban una sabiduría e inteligencia que incluso los más altos mandos del reino podrían envidiar si supieran de su existencia. Esa mujer detrás de la sombra del príncipe se llamaba Isolde y era la niñera que lo había criado con sumo esmero desde su nacimiento. También se trataba de alguien a quién poco le importaba el estatus social de la persona a la que servía.
Todas las mañanas para el príncipe Sísara comenzaban de la misma forma: Isolde entrando sin tocar, con un paso tan firme que resonaba sobre el suelo. Ni siquiera consultaba si ya se había despertado, pues de todas maneras hacía todo el ruido que ella quisiera. Al mismo tiempo, no se tardaba ni un solo minuto antes de iniciar ese discurso de siempre, que consistía en relatar la ya muy conocida historia del primer rey de Utgard.
—Cada mañana, precipitándose incluso al canto de las aves, Su Majestad se encontraba listo para comenzar su día. La mente de Utgard el Sabio era tan lúcida que podía recitar todos los proverbios que nuestro Dios de todos los Cielos escribió en la Capilla Norte, sin equivocarse ni una sola vez. —Sin ningún escrúpulo, Isolde removió la pesada manta que cubría el cuerpo de Sísara, haciéndolo soltar un bufido para luego darse la vuelta en un vago intento por ocultar su rostro debajo de la almohada—. Según él,
la responsabilidad era una cualidad de la que carecía mucha gente, pero mientras aún existiese alguien con ella, este sería capaz de liderar su reino sin problemas. Aunque también decía que aquellos que no tenían el sentido del tiempo solo podían llamarse como «papagayos haraganes»... Así que dígame Su Alteza, ¿usted se considera un papagayo haragán?—Creo que el príncipe se merece un día de descanso si ha pasado otra mala noche como de costumbre —respondió el príncipe sentándose en la cama, renunciando de muy de mala manera a la idea de seguir durmiendo—. Al menos, el viejo Utgard no tenía que batallar contra la migraña para poder dormirse. Tú y yo sabemos que se levantaba antes que nadie porque era un paranoico de las aves y no quería los gallos lo tomaran desprevenido.
Isolde dejó en el suelo la manta que había tratado de doblar y caminó nuevamente hasta la cama de Sísara. Se acercó a él para comprobar su temperatura con pequeños toques alrededor de su frente. Al cabo de unos minutos se alejó de él para suspirar con cansancio. Por sus ojos se podía notar que se trataba de una costumbre, como también por la reacción de Sísara, que prefirió dirigir su mirada a cualquier otra parte menos al rostro de su niñera.
—Está hirviendo, Su Alteza. ¿Por qué no me dijo que tenía fiebre? Debe quitarse esas ropas de inmediato o sino no mejorará. Vamos, levante los brazos.
ESTÁS LEYENDO
Mártir de un príncipe maldito
FantasiEn este reino dominado por la sed de sangre, y la pasión por la guerra, no había espacio alguno para que el romance sucediera. Era bastante inaudito que la Bruja del Este hubiese conjurado una maldición tan errónea: ¿cómo era posible que el príncipe...