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Caminando en medio de la sierra, entre arbustos y encinos, Don Genaro buscaba a "Sansón", el viejo pastor belga que cuidaba de sus cabras. En tan sólo seis meses había perdido a cinco de sus animales y a "Hércules", su otro perro.

Las cabras desaparecieron sin dejar el menor rastro; Hércules, en cambio, fue encontrado sobre un espejo de sangre con las entrañas regadas, el pescuezo desgarrado y unas marcas de colmillos que nadie en el rancho pudo identificar.

No, eso no era obra de los coyotes.

¿Podría ser que todavía quedara algún puma en esa región del país? Era poco factible.

El misterio no se limitó a su rancho, los pobladores de las granjas y casas de campo en la zona reportaron gallinas y gatos desaparecidos, bolsas de basura rotas y ruidos anormales entre la vegetación.

Lo insólito comenzaba con el relato de Remedios Zarabia, una anciana de Sinaloa que pasaba la mitad del año en su casa de campo. La vieja contaba como varios árboles pequeños dentro de su propiedad tenía las ramas rotas o torcidas, "como si alguien se hubiera columpiado".

—¡Les digo que es el chupacabras! —aseguraba Remedios.

Genaro la desestimó, no se dejaba llevar por leyendas ni supersticiones. Fuera un puma, un coyote o un loco que actuaba como animal, le iba a poner un alto.

Ese día había salido acompañado por Sansón y llevaba consigo una pistola. Se adentró entre los matorrales y los bosques bajos guiado por el olfato de su perro y los ruidos provenientes de los arbustos.

Pero ahora Sansón estaba perdido.

Sin dejar de empuñar el arma, chiflaba y gritaba el nombre del can, sin obtener respuesta.

—¡Pinche Pichaca, seguro esto tiene que ver con él! —gruñó.

Desde el arresto y suicidio del habitante más conocido de la comunidad, la gente no encontraba paz. Puede que el Pichaca fuera un criminal despiadado que alimentaba a sus felinos con los integrantes de los cárteles enemigos, pero respetaba a sus vecinos.

Volvió a llamar a su perro, sólo el viento le contestó.

Genaro se rascó la nuca y examinó el entorno.

La vegetación era densa: arbustos espinosos, cactáceas, encinos y mezquites. Había que caminar con cuidado para no tropezar con una roca o un tronco.

El hombre ignoraba que era acechado por el Diablo desde la copa de un árbol.

Percibió el sonido de las hojas mecidas por el aire y ramitas rompiéndose. Apuntó hacia el follaje sobre su cabeza.

¡Esa cosa estaba en los árboles!

Fuera un hombre o un animal, se movía con bastante rapidez, apenas siendo visible como una oscura figura que saltaba de un árbol a otro. Tenía el tamaño de un niño mayor, pero no se podía distinguir más.

Sin perder el coraje, Genaro tuvo que reconocer que quizá doña Remedios estaba en lo cierto, pero, ¿qué más daba si se trataba del chupacabras? Igual debía matarlo.

Cuando la criatura dejó de moverse, Genaro pudo escuchar su respiración, que era similar a la de un hombre. Entonces disparó.

La detonación resonó en la sierra. La bala se perdió. Falló. 

Lo único que logró fue avivar al Diablo que fue saltando de un árbol a otro, soltando amenazantes chillidos que paralizaron a Genaro cuando supo reconocerlos. 

Esos chillidos eran los de un...

—¡No puede ser! —musitó.

Los sucesos se conectaron y cobraron sentido: las ramas torcidas de los árboles, las cabras desaparecidas y la terrible muerte de Hércules...

Ni siquiera tuvo oportunidad de disparar una vez más. El Diablo saltó desde uno de los encinos, cayendo a un escaso metro de Genaro.

Quedaron enfrentados.

El hombre ahogó un grito de horror al contemplar a aquel ente que no se parecía en nada a los especímenes que había visto en televisión. Era demasiado grande y parecido a un humano. Del prominente hocico asomaban unos colmillos gruesos, amarillos y deformes.

El Diablo se irguió en dos patas y soltó un potente chillido.

Genaro volvió a disparar y falló una vez más.

Temiendo por su vida, se alejó a toda prisa, siendo perseguido por la criatura.

Corrió y corrió hasta que el aliento se le agotó. Fue una larga persecución que se prolongó por minutos a través de cuestas y colinas. Llegado a un punto, Genaro dejó de escuchar los chillidos y los pasos. Cuando giró hacia sus espaldas, descubrió para su alivio que estaba solo.

Había llegado al borde de una conocida barranca, en cuyo fondo se asomaban rocas afiladas y algunos nopales. 

Se inclinó para recuperar el aliento y procesar a lo que se estaba enfrentando. Le quedaban dos balas y no era prudente enfrentarse solo a aquel ser. 

Regresaría al rancho y pediría ayuda a su hijo y a uno de sus empleados. Entre los tres la tarea iba a ser fácil.

Sus preguntas eran abundantes: ¿aquella cosa era un demonio o sólo un animal deforme? En caso de que fuera un animal, ¿Cómo había llegado al país? ¿Acaso era cierta la leyenda que se contaba sobre el Pichaca? Tantas preguntas y pocas formas de saber una respuesta.

Quizá una vez que le diera caza al monstruo pudiera llevar el cuerpo con un veterinario para identificarlo.

Tan inmerso estaba Genaro en sus pensamientos que no prestó atención a la figura que emergió de uno de los arbustos detrás de él.

Ahogó un grito cuando vio al Diablo chillando y corriendo en su dirección.

Ni siquiera tuvo tiempo para desenfundar el arma.

Cerró los ojos en un reflejo y se cubrió con los brazos. El misterioso ente lo embistió. Era tan pesado y  fuerte que el empujón lo mandó hasta el filo de la barranca, donde la tierra se desquebrajó bajo sus pies.

Sin oportunidad alguna de sujetarse a una roca o una rama, el hombre cayó y su cabeza se partió con las piedras que detuvieron su caída treinta metros abajo.

La última imagen que quedaría grabada en los ojos de Genaro sería la de un hombre pequeño pero fornido, con una mandíbula prominente que tenía colmillos por dientes y dos profundos ojos rojos. El mismísimo demonio.

DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora