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Emmanuel y Noemí sintieron un escalofrío cuando la puerta de la casa se cerró tras ellos.

No había rastro del Diablo.

En el piso del patio todavía podían observarse las manchas de sangre y los restos de la maceta rota.

Luchando para controlar sus manos temblorosas, Noemí tomó la llave del portón. Emmanuel le cubría la espalda.

Cuando la llave entró en la cerradura, un fuerte jadeo anunció la presencia del chimpancé. No se había ido, sólo estaba escondido en la azotea.

—¡Ese maldito nos puso una trampa! —masculló Emmanuel—. ¡Date prisa, Noemí!

La muchacha, a punto de sucumbir ante el pánico, giró la llave, abriendo el portón.

El Diablo saltó a la barda y de esta, al suelo.

—¡Vamos, corre!

Salieron de la propiedad a toda velocidad, siendo perseguidos por el Diablo, que iba a cuatro patas.

Los pasos y las respiraciones agitadas de los chicos se mezclaban con los ensordecedores chillidos del simio, el cual estaba por alcanzarlos. La colina quedaba a unos cincuenta metros, no muy lejos del auto de Tato, el Diablo alcanzaría a la pareja antes de que lograran llegar. 

Sólo quedaba refugiarse en el vehículo.

—¡Tenemos que meternos al coche! —gritó Noemí. La chica sentía que iba a desfallecer y con gran esfuerzo ahogaba un genuino llanto de horror. Tomó las llaves del auto y presionó el botón para quitar el seguro a las portezuelas.

Ocupó el asiento del piloto y Emmanuel el del copiloto. Un segundo marcó la diferencia entre cerrar las puertas y ser jalados por el simio hacia el exterior.

El animal, descontento, comenzó a golpear la carrocería.

—¡Arranca el coche! —ordenó el muchacho.

La joven, invadida por el miedo, no lograba meter las llaves. Cuando por fin lo logró, el Diablo se alejó del vehículo.

—Se está yendo... —susurró Emmanuel.

El chimpancé se alejó del camino de terracería y fue hacia los matorrales. Aprovechando la inesperada pausa, el chico sacó su teléfono móvil, ¡ya tenía señal!

Noemí, por su parte, no dejaba de observar el espejo retrovisor en busca del chimpancé, que había desaparecido. Sus manos estaban aferradas al volante y su pie puesto sobre el acelerador, lista para arrollar al Diablo si fuera necesario.

Emmanuel llamó al número de emergencias, implorando para obtener una rápida respuesta antes de que el simio regresara.

—Novecientos once, ¿cuál es su emergencia?

—Señorita, por favor, mande una patrulla y una ambulancia a —mencionó la dirección de la finca—. ¡Nos está atacando!...

—Por favor, mantenga la calma. ¿Quién los está atacando?

—¡Un simio!

—¿Un simio? —preguntó la operadora, incrédula.

—¡Sí, es un chimpancé! ¡Hirió a dos personas! ¡Por favor, mande a policía!... ¿Señorita? ¡Señorita!... Colgó —dijo, abatido, dejándose caer sobre su asiento.

DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora