Eneas bajó despacio la tapa del contenedor de basura y guardó su improvisado gancho metálico dentro del viejo carrito de la compra que arrastraba. Hoy no había suerte; en muchas ocasiones las chicas de la tienda de la esquina le dejaban algo de comida próxima a caducar en una bolsa colgada del interior, pero esta vez no había nada.
"A la próxima", pensó. Y se subió el cuello de la chaqueta un poco más.
La noche avanzaba y la temperatura comenzaba a caer. Mejor volvía a su refugio en el callejón de los almacenes.
Era uno más de tantos sin hogar que sobrevivía como podía gracias a la caridad y a algún trabajo esporádico y, sobre todo, a la basura del resto de la humanidad.
"La basura de un hombre, es el tesoro de otro", se repetía a menudo. No porque lo creyese en realidad, la basura es, casi siempre, basura; pero había leído la cita en un sobre de azúcar en tiempos mejores y le reconfortaba recordarlo.
La verdad es que había llegado tarde a su cita con el contenedor, así que era posible que alguien se le hubiera adelantado; cada vez había más competencia. Pero se había pasado la tarde esquivando a la policía local y a los de servicios sociales, empeñados en llevarlo a un alojamiento temporal de emergencia por la alerta de bajas temperaturas. Para cuando se dio cuenta y consideró que podía regresar a su ruta habitual, ya era de noche.
No se cruzó con nadie en todo el trayecto, que hizo cojeando con levedad, hacía la callejuela donde habitaba. Los charcos se habían helado, cosa que no recordaba ver desde crío, y una ligera neblina se estaba formando... eso tampoco era muy habitual, reflexionó.
El callejón era estrecho al principio y se iba ensanchando conforme avanzabas por el mismo. El lateral derecho estaba tan lleno de contenedores de basura y cartón que, en la entrada, debido al poco espacio, formaban un auténtico cuello de botella. Tan largo, que los servicios de recogida solo vaciaban los primeros y el resto llevaban años sin moverse ni vaciarse, la mayoría sin ruedas y con el metal perforado por un óxido perenne que nunca acababa de deshacerlos del todo.
Eso le venía muy bien, dado que detrás de uno de ellos y oculto a las miradas indiscretas por unas enormes planchas de uralita apoyadas en la pared, se encontraba su "hogar".
Un rápido vistazo tras de sí para comprobar que no le veía nadie y se coló bajo las uralitas. Allí, camuflada por capas y capas de pintura y carteles viejos, se entreveía una puerta metálica con un candado grande.
Metió su mano por el cuello del jersey para coger las llaves que llevaba colgando. Había sido un descubrimiento fortuito durante sus sesiones de "pesca" por la basura y lo cierto era que le había salvado la vida.
Se introdujo con rapidez en un pequeño cubículo con forma de ele, en el que había instalado un colchón en el rincón de la derecha. Por lo que había sido capaz de deducir, era la antigua entrada de trabajadores de lo que parecía ser una fábrica.
¡Hasta había un escritorio enorme de madera y estantes llenos de fichas perforadas! ¡Hasta luz eléctrica! Esa fue la mayor sorpresa, aunque casi nunca la usara por temor a que en algún lado advirtieran el consumo en un lugar en teoría abandonado. La única bombilla daba una luz pobre y anaranjada, pero era un lujo absoluto contar con ella, aunque fuera por unos segundos al día.
Tenía una pequeña pila de libros encima del escritorio y allí dejó su mochila y apoyó el carrito con sus "capturas".
Era suyo, un hogar; aceptablemente limpio y seco.
"Y seguro", pensó mientras recolocaba el candado, ahora por el interior de la puerta. Esta era gruesa y muy sólida y los goznes estaban bien. Nadie vendría a molestarle porque nadie sabía que existían, ambos, la puerta y el hombre.
—Bueno —suspiró.
Pasar toda la tarde huyendo de los servicios sociales y de su pegajosa amabilidad, le había agotado, así que se dispuso a dormir. Mañana habría que añadir la lluvia al frío y eso complicaría aún más las cosas. No tenía televisión, pero sí buenos oídos y hoy la gente no hablaba de otra cosa en la calle... consecuencias de la moda de poner nombre a las borrascas. Al parecer no era lo mismo anunciar el mal tiempo, que hablar de la llegada de una ciclogénesis de nombre Laura... cosas de la mercadotecnia.
Se quedó mirando el techo en la oscuridad, donde aún se advertía cierta incandescencia en la bombilla apagada... "marketing". Eso sí que era algo que tiempo atrás conocía bien.
No tardó en quedarse dormido.
Acababa de cerrar los ojos, o eso le pareció, cuando lo escuchó: un golpe sordo, como el de un fardo pesado al caer al suelo. Y después apenas el murmullo de un caminar furtivo... hasta le pareció oír un maullido apagado.
Parpadeó y se frotó los ojos con la mano.
Sería un gato pensó, salvo que... y se incorporó a medias en el colchón mirando hacia la puerta, salvo que en todos estos años no había visto ni oído a ningún gato en el callejón. Ni gato, ni perro, ni gente... ni siquiera ratas. Siempre le extrañó, sobre todo la ausencia de las ratas, pero como en realidad mejoraba sus condiciones de vida, no le había preocupado. Hasta ahora.
Al fin, la curiosidad venció al cansancio y sacó el candado. Abrió la puerta con lentitud y en silencio, los goznes bien engrasados porque el silencio era parte del camuflaje, y salió a la estrecha calle.
Caía una ligera llovizna que casi parecía polvo y la neblina y la humedad se habían apoderado por completo del callejón. Había muy poca luz, las paredes eran muy altas y la farola más cercana estaba decenas de metros más atrás, en la entrada.
Suficiente para Eneas, acostumbrado a orientarse así.
Nada a la vista. Recorrió un pequeño tramo hacia el fondo... no percibía movimiento. Miró hacia arriba, la niebla se deshilachaba en la zona alta, el cielo no se veía.
Regresaba despacio hasta su refugio cuando le llamó la atención un objeto de color claro, que destacaba en la suciedad habitual del suelo del callejón.
Se agachó de forma automática para examinarlo y, cuando lo reconoció, el estómago le ardió y el pulso se aceleró... era el zapatito de un bebé.
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MORIR OTRA VEZ
HorrorAlgo se está abriendo paso a dentelladas en el corazón de la ciudad. Un enemigo cruel, silencioso e invisible que se ceba en aquellos que son más débiles. Ancianos, niños, solitarios y desposeídos desaparecen sin dejar rastro y a nadie parece import...