Eneas continuaba con la oreja pegada a la puerta, pero no conseguía escuchar nada que no fuera la lluvia cayendo sobre las tapas de los contenedores.
Retrocedió un poco, contemplando la puerta. Siempre le había parecido sólida, suficiente para frenar a cualquier curioso aún en el supuesto de que la encontraran... pero esto... estas cosas... Observaba los surcos de las garras en la pared y los marcos de hierro, la deformación del metal en los puntos donde habían golpeado...
Lanzó una breve mirada a su alrededor, preñada de resignación y angustia. Hora de irse, su diminuto hogar ya no era seguro.
Inclinó la cabeza para observar al pequeño todavía sujeto aún a su pecho con el improvisado hatillo. El poco calor que le había podido transmitir parecía haberle revivido un tanto.
Fue al rincón donde tenía su colchón y lo depositó en el con extremo cuidado y ternura. Lo revisó con rapidez y solo advirtió cortes superficiales y algún moratón; no parecía tener nada roto. Su pijamita azul estaba rasgado por delante, así que supuso que es de ahí de dónde lo llevaron sujeto aquellos engendros al transportarlo en sus mandíbulas. No atinaba a imaginar por qué razón aún seguía vivo; no era la forma de actuar de un animal el dejar intacta una presa aún si la llevaba a su guarida... Nada esa noche tenía el más mínimo sentido.
Lo contempló unos segundos, acariciando la escasa pelusa rojiza de su cabecita; los ojos aún del azul plomizo de los recién nacidos.
Lo envolvió lo mejor que pudo mientras sentía de nuevo crecer una ira inédita en su interior. Rasgó la sábana y la uso para volver a colocar el niño sobre su pecho. Introdujo sus escasas pertenencias en la vieja mochila y descartó el carrito de la compra, pero no el gancho, que se colgó del cinturón. Lo hizo con la velocidad y la precisión del que está acostumbrado a tener que salir huyendo en cualquier momento.
Intentaba no pensar en lo que pudiera estar ocurriéndole ahí fuera a su providencial salvador.
Sacudió la cabeza:
—Demasiado, es demasiado —murmuraba.
Estaba hiperventilando y el golpe en la cabeza no dejaba de sangrar, cegándolo en algunos momentos.
—Céntrate Eneas —se dijo a sí mismo —Hay que irse.
Ahora bien, esto planteaba otro dilema. Al fondo de su querido refugio, al lado del estante grande con los viejos archivadores, había otra puerta grande de dos hojas, de gruesa madera que en sus días de actividad proporcionaba acceso a los trabajadores a la planta de trabajo.
En esa puerta había no menos de tres candados, tan gruesos o más que el que guardaba la entrada que usaba siempre. Había reforzado la madera con gruesas planchas de metal y colocado dos soportes metálicos sobre los que descansaba una gruesa vigueta de roble que impediría abrir la puerta aun cuando los cerrojos fueran insuficientes.
Unas horas antes habría dicho sin dudar que no abriría esas puertas ni, aunque la vida le fuera en ello...
"Esto es como cuando crees que has caído al fondo de un barril y de repente la tapa de abajo cede y sigues cayendo", pensó. Sin embargo, se giró al escritorio apoyado contra la entrada y sacó de uno de sus cajones las llaves de los candados. Comenzó a retirarlos de inmediato, dejándolos caer al suelo, ruidosa y pesadamente. Sabía que ahí dentro no servía el sigilo.
Respiró hondo y después de retirar el madero empujó las puertas hacia dentro. Solo le recibió la oscuridad y un aire frío y rancio que hacía tiempo que no conocía la luz del sol.
—La última vez, marché solo con una advertencia —dijo con voz átona.
Se introdujo unos cuantos pasos y se inclinó, palpando el suelo con la mano. Sí, ahí seguía, donde la dejó caer aquella noche. Alzó en su mano derecha un palo grueso de madera con harapos enrollados y chamuscados en su extremo. Desprendió una ligera nubecilla de cenizas y polvo al moverlo. Sacó un encendedor y prendió la vieja tela, que empezó a arder casi con pereza, pero al poco ya le permitía ver el interior de la nave... al menos unos pocos metros.
Se puso de pie y alzó el brazo con la tea. A su luz oscilante, se mostraban las viejas máquinas que ya conocía, los grandes telares, las antiquísimas calderas... Una mezcla de madera, hierro y cobre bajo un techo que no alcanzaba a ver. Bajó la antorcha al suelo y lo examinó... pese al polvo y los años transcurridos, aún podía ver sus huellas, las que dejó tras de sí aquella noche.
— Bienvenido a la época de Isabel II, pequeñín — dijo acariciando la cabeza al bebé — Y que el diablo se apiade de nosotros porque en esta oscuridad, él reina.
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MORIR OTRA VEZ
HorrorAlgo se está abriendo paso a dentelladas en el corazón de la ciudad. Un enemigo cruel, silencioso e invisible que se ceba en aquellos que son más débiles. Ancianos, niños, solitarios y desposeídos desaparecen sin dejar rastro y a nadie parece import...