El Cofre Mágico (Parte I)

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¿Por qué hay personas que nacen con la vida resulta? Era lo que pensaba un portero meditabundo cuando tenía que pasar por lo largos corredores del castillo, viendo las espadas, armaduras, joyas, tapices y demás objetos que la historia y el hombre van dando gran valor. Aquella interrogante sobre los que nacen con la suerte de ya tener amasadas grandes fortunas es la que todo aquel que se siente insatisfecho con su vida se formula y Néstor no era la excepción. El modo de vivir del rey era bastante envidiable, y él, que trabajaba como un simple vigilante de los almacenes secundarios del castillo, un encargado de reparaciones menores, como de puertas y ventanas, podía sentirlo así al comparar aquella infranqueable construcción de piedra labrada, sólida y de admirable arquitectura en la que caminaba, con la choza de piso de tierra en la que vivía él, con sus diminutas dos habitaciones y una cocina.

Al caer la tarde Néstor dejó el castillo, le había tocado enmendar un par de sillas y una mesa de madera. En el camino a su hogar, detuvo sus pasos en la taberna que tenía próxima del lado izquierdo, desde la que salía una melodía sencilla mezclada con voces graves; furtivamente se fue a la parte de atrás del establecimiento y se asomó por uno de los resquicios de la pared, no para oír las pláticas de los hombres que iban allí a beber, sino porque allí laboraba Amelia, una bailarina de voluminoso cabello negro y ojos centellantes, como el cielo nocturno con las pléyades, que danzaba también en la mente del portero. Al contemplarla por algunos momentos y resignarse a que ella nunca se fijaría en alguien como él, retomó su camino andando lentamente, de tal manera que anocheció cuando llegó a su hogar, que quedaba en uno de los lugares más apartados del reino. Sus padres y su hermana vivían también en la humilde vivienda, aquellos, padeciendo todo tipo de enfermedades que la vejez trae al cuerpo, y ella, joven y hermosa todavía, cuidándolos, alimentándolos con las pocas cosas que el dinero de Néstor proporcionaba, además de que durante el día, hacía panes para venderlos y conseguir algunas monedas extras para el sustento diario. Néstor entró en la choza, cabizbajo, sin decir palabra alguna se recostó en la cama de madera de la habitación donde dormían él; volvió entonces su pensamiento a los ornamentos que vio en el castillo, y nuevamente le nació el deseo de poseerlas, de comer el alimento vasto y muy diverso que le enviaban diariamente al rey, de cambiar su mísera condición, en resumidas cuentas, y tras varios suspiros, se quedó dormido.

La mañana siguiente fue día de ferviente mercadeo en el reino, dos veces al mes, llegaban de lejanas tierras todo tipo de vendedores de especias, alhajas y telas. Néstor y su hermana se mezclaron en el ambiente mercantil para buscar hierbas que aliviaran el dolor estomacal que presentó recientemente su madre. Estando en ello, el portero escuchó a un par de vendedores hablando secretamente sobre el rey con algunos curiosos aldeanos, éstos venían de las regiones del sur y traían carne de pescado, una carne que sólo los nobles podían adquirir; al parecer estaban compartiendo sus sospechas acerca de la extraña manera en la que el soberano Federico el Ecuánime, como solían llamarle sus súbditos, obtenía sus riquezas. Escuchando a una discreta separación, Néstor pudo oír que el lugar en el que se estableció el reino fue una llanura que antes había sido estimada para construir un asentamiento humano, sin embargo, la tierra yerma y la nula presencia de metales u otros minerales en la misma, disuadieron todo intento de residir en ese lugar; fue entonces cuando el portero escuchó la más extraña historia.

Contaba una leyenda que, no hacía más de sesenta años, aquellas tierras fueron el lugar donde moraba un hechicero de sorprendentes habilidades mágicas, que tenía un gusto afanoso por aparecerse a los viajeros y los comerciantes que pasaban por el camino. Su interés por los hombres no tenía explicación, testimonios de aquellos que tuvieron el infortunio de encontrarse con él aseguraban que, convertido a veces en animal o en hombre, insistía en darle un gran tesoro a aquel que demostrara ser más que el tesoro, repetía en cada ocasión. El mago conocía los profundos deseos de cada individuo y prometía cumplirlos, de esa manera entablaba conversación con el sujeto y convertía las piedras en oro, ofrecía una botella de vino que durara para siempre, o mostraba un elixir para vivir eternamente, por ejemplo, entonces preguntaba: ¿Esto es lo que quieres, lo que te hará dichoso sobre los hombres? La mayoría respondía afirmativamente, aceptaba el regalo del mago, pero aquel gritaba que había fallado la prueba y desvanecía al instante el obsequio; algo similar ocurría con los que se negaban, el mago vociferaba que eran mentirosos y que el pavor era más fuerte que ellos. Todos los hombres despertaban al final del camino sin nada de lo que habían llevado y algunos, con mala suerte, quedaban ciegos o faltándoles una extremidad. Por todo ello los comerciantes, temerosos de más encuentros con el hechicero, se vieron obligados a buscar otro camino que les permitiera llegar a su destino, y lo encontraron, pero era mucho más largo y andaba por escabrosos parajes. Sin embargo, ignorando todas las advertencias, se dice que hubo un hombre que se atrevió a cruzar el camino donde se aparecía el hechicero, todo indicaba que pasó la prueba, pues llegó ileso a su destino, se rumora que la recompensa que le dio el mago fue un cofre mágico que le daba todo tipo joyas preciosas. Así, el hombre consiguió las riquezas necesarias para hacer lo que otros no pudieron hacer en esas tierras: construyó su propio reino.

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