Nápoles

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Todo su cuerpo temblaba ante la sensación del agua escurriendo por sus extremidades; el cielo, inclemente, volvía más tardado el llegar a tiempo a la prueba.

Javier comenzó a vivir solo en un pequeño departamento, con un balcón que daba a una calle comercial. Con veintiún años, era tiempo de prepararse para la edad adulta, la mejor manera de ello era dejar ya la casa antigua de sus padres para aprender a ser responsable por sí mismo, y claro, buscar una profesión a la cual dedicar una importante suma de su tiempo de vida. Los primeros días fueron cómodos, adaptarse a treinta metros cuadrados fue rápido. Sentarse a leer en el balcón, cocinar al ritmo de la música, levantarse sin arreglar la cama -pues no había alguien que ordenara lo contrario- eran algunas de las actividades que disfrutaba hacer Javier en su nueva vida independiente. La idea de comprar una mascota lo asaltó al poco tiempo, un día que despertó y vio el techo de su habitación pensó en un amigo peludo, pues el silencio y la soledad de los estudios, interrumpidos sólo los fines de semana por el bullicioso ambiente de compra-venta de la calle fuera del departamento, habían vuelto la vida de Javier monótona y aburrida.

El espacio y el ambiente que se imaginaba no era aquel que se le presentaba a la vista, había escaso suelo para correr y jugar. Sin embargo, se sentía feliz de tener un dueño joven, que lo había escogido a él aquella mañana soleada cuando entró preguntando por un perro, preferiblemente con mucho pelo. Aunque su dueño resultó taciturno y muy ocupado como para jugar, lo había nombrado Nápoles, y le había comprado un collar reluciente. A Javier no le importaba que su nuevo amigo se durmiera con él en la cama, lo acariciaba cuando se cansaba de pasar largo tiempo frente al monitor o escribiendo en interminables hojas de papel; salían juntos a caminar esporádicamente, pues Javier casi siempre estaba muy ocupado con sus actividades. Así trascurrieron varios meses, durante los cuales Nápoles se la pasaba la mayor parte del tiempo en el balcón mirando la calle, aburrido, exasperado por no poder perseguir a los gatos que se paseaban, pedantes, en las aceras. Se había vuelto rutina matutina el buscar los zapatos cafés y desgastados de su amo, dejarlos junto a la puerta y esperar el desayuno, porque cuando llegaba Javier de sus labores, ya entrada la tarde, aventaba por doquier los zapatos escolares. Fue entonces cuando Javier comenzó a comportarse de una manera muy extraña, siempre andaba tenso, apurado, tenía que encontrar un trabajo y además debía presentar un proyecto de servicio comunitario, se encontraba en apuros, a casi nada de graduarse y con muchos exámenes que presentar; fue así como olvidarse de alimentar a Nápoles pasó de ocurrir rara vez a ser frecuente. El can intentaba conseguir la atención de su amo, para que lo alimentara, para jugar, para algo... pero Javier no tenía tiempo para su amigo peludo, hacía caso omiso a los ladridos del perro y se iba por muchas horas, dejando a su mascota sola, encerrada en el pequeño departamento. Los fines de semana prometían ser diferentes, tiempo libre para la mascota y su dueño, pero no fue así, también Javier se iba a trabajar y regresaba muy de noche, cansado, directo a acostarse, para de mañana irse muy temprano, siempre encontrando los zapatos cafés a la puerta del departamento. En las tardes en las que Nápoles se encontraba solo, llegaban olores atormentadores de la calle a su nariz: carnes asadas de algún restaurante o el aroma del bolillo recién salido del horno de una antigua panadería de la esquina.

...                                                                                        ...                                                                      ...

- Hay un boyero de Berna muy descuidado en uno de los departamos de Santos Dumont – dijo ella al entrar a la cocina con la bolsa del mandado en su hombro -

-Mmmmm... qué se le puede hacer- fue la contestación seca que dio su esposo, que no dejaba de leer el periódico, sentado en la cocina y bebiendo un café amargo como su comportamiento-

-Está flaco, y asoma su mirada a los transeúntes como pidiendo ayuda, no ladra, seguro se encuentra tan débil como para hacerlo- continuó ella, sin percatarse que a su esposo poco le importaba el asunto del perro-

-¿Qué comeremos hoy?- preguntó el viejo -

- Espinacas con papas- contestó ella y abandonó la cocina, preocupada todavía por lo que había visto. Pero no se quedó con la preocupación, sino que, resuelta, se dispuso a actuar.

...                                                                                        ...                                                                            ...

Recostado, débil y desanimado, pasaba los días Nápoles en el balcón. Tanto dejaba caer su cuerpo contra el suelo, que cualquiera que lo viera por encima pensaría que fuera un tapete peludo. Una mañana nublada, Javier se había quedado dormido, pasaba ya de mediodía y él tenía una prueba importante que presentar aquel día, cuando despertó, como un loco salió corriendo del departamento y nuevamente dejó sin comer a Nápoles, éste solo se recostó con vista a la calle y se quedó dormido. Al poco tiempo comenzó a llover y un trueno despertó al perro, pero su debilidad era tan pesada, que no tenía fuerzas siquiera para guarecerse de la lluvia. Cuando escampó, Nápoles se sentía muy deprimido y un frío intenso le paralizó el cuerpo, pero algo rojo en el suelo, frente a él, le obligó a abrir los ojos y moverse: un pedazo de carne deliciosa, como caída del cielo, estaba allí, de un bocado el perro la comió y, ¡Allí estaba otro pedazo igual, contrastando con el blanco suelo¡ Comió también este pedazo con fruición y con la poca fuerza que tenía asomó su hocico a la calle. Una mujer entrada en años, paraguas en mano y varios trozos más de carne en la otra, le aventaba aquella tan necesitada comida al lugar donde él se encontraba.

Luego de algunas semanas, donde Nápoles se recuperó, Javier tenía exámenes finales y aún no había pensado en qué tipo de servicio comunitario haría, lo que lo mantuvo muy tenso y olvidadizo como venía estado aconteciendo. Se despertó tarde de nuevo y salió volando, una vez más, hacia la calle. Llegó tarde al examen, y del estrés por correr y el calor asfixiante del transporte público, no entendió nada de lo que venía en la prueba. Las clases pasaban lento y Javier se distraía fácilmente, no dejaba de pensar en su proyecto pendiente, muchos compañeros suyos habían acaparado ya las opciones más obvias, como la limpieza de los parques, crear un centro de juegos de aprendizaje y razonamiento, donde se pudieran jugar juegos de mesa; la visita un centro para ancianos o regalar juguetes a un orfanato. Después, Javier tuvo que pasar horas en la biblioteca leyendo un libro bastante extenso, en el cual se encontraba retrasado, pues su profesora de literatura pronto haría un cuestionario sobre la lectura.

Luego de un día horrible, Javier llegó de noche a su departamento y no se percató que había olvidado cerrar la puerta, se limitó a caminar como un sonámbulo hacia su habitación y se acostó en la cama, durmiendo profundamente. Al día siguiente, Javier se sentía mejor, se despertó a buena hora con un gran apetito, por lo que se dispuso a prepararse un rico desayuno. Luego de comer, se vistió para la escuela, pero no encontraba sus zapatos cafés, fue entonces cuando advirtió que tampoco aparecía su perro. Nápoles se había ido.

Aquella mañana le sucedieron dos cosas a Javier, se lamentó de no haber prestado atención a su mascota, de haberla dejado con hambre, y esperaba fervientemente que hubiera encontrado a alguien bueno, que lo cuidara y le diera mucho cariño; también sabía qué hacer para su servicio comunitario, lo que a su vez se convertiría en su profesión: Javier dirigió un centro para cuidar a perros abandonados y darlos en adopción a familias responsables, que se llamó "Centro de amigos peludos Nápoles"

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