14 de abril. El 14 de abril de hace setenta y cuatro años mi vida dio un giro de ciento ochenta grados; un giro inesperado, impredecible, que la cambió para siempre. Ese fue el año en que la esperanza, la felicidad y el amor encontraron el camino de vuelta hacia mi. Gracias a lo que mis ojos y mi mente capturaron ese 14 de abril, yo cambié —y para bien.
Mi cuerpo y mi mente vagaban sin control alguno por las inmensidades del Mar de las Antillas; cuatro días sin comer bien, cuatro malditos días sin que mis ojos pudieran observar otra cosa más que agua, cuatro inolvidables días sin poder descansar como quería —o cómo mi cuerpo debería haberlo hecho.
Había dejado mi casa, mi familia, mis sueños, esperanzas, y sobre todo, había abandonado a mi nación; aquella que me había visto nacer, crecer, y ahora marcharme, sin más que con unas pocas pertenencias que pude llevar conmigo. Al marcharme, todos creían que estaba loco, y no por el hecho de hacerlo, sino más bien por cómo lo hacía: una muy pequeña embarcación partiría de E hacia T la tarde de aquel día, esa era mi única alternativa de salir del tormento en que se había convertido ahora mi bella nación.
A pesar de no querer abandonar todo y a todos en E, tenía que hacerlo, sólo si quería seguir vivo; algo que, poco a poco, las ganas iban desapareciendo.
La tarde del 13 de abril, la pequeña embarcación que me transportaba a mí y a otros desterrados, al fin había llegado al puerto principal de T. Pero, para sorpresa nuestra, no nos dejaron desembarcar. Las razones, prefirieron guardárselas. Ahora, los demás desterrados y yo -pocos, en realidad- flotábamos sin destino alguno por las agitadas aguas del Mar de las Antillas, en dirección a la nada.
Lo poco que recuerdo es que al anochecer, una fuerte tormenta nos balanceaba de un lado para el otro, amenazando con volcar la pequeña navecilla de madera que yacía vagando libremente por aquel mar. Al cabo de unas aproximadamente dos horas, las aguas de nuestro rebelde amigo habían alcanzado poco menos de la mitad de la vulnerable nave. Luego, todo se tornó gris, después negro; escuchaba gritos, murmullos, lamentos y plegarias a lo lejos, provenían de los demás desterrados.
Fue entonces, cuando la mañana de ese 14 de abril abrí mis ojos, ardían al hacerlo. Miré a mi alrededor, analizando con dificultad lo que me rodeaba. Yacía acostado sobre la cálida arena de lo que creí era una pequeña isla; recuerdo que llevaba poca roca, menos de la que me había colocado al abordar la pequeña embarcación. Mis manos poseían un color pálido, más de lo que mi tez solía ser. Raspaduras en mis brazos, en mis codos, en mis rodillas y piernas; pequeñas y muy dolorosas heridas estaban ahora en mi frágil cuerpo. Me dolía hasta el hecho de pensar que tenía que levantarme de la caliente arena, pero aún así, lo hice. Sacudí como pude mi arenoso cuerpo y giré a mi alrededor, en busca de más desterrados naufragantes. No tuve éxito, sólo estaba yo allí, descalzo y con arena hasta en mis oscuros cabellos, sobre lo desconocido. No recuerdo qué más ocurrió con exactitud la noche anterior a ese día, sólo los gritos y las plegarias, más nada.
No muy lejos, una gran —y, realmente— grande montaña de vislumbraba sobre el paisaje. Con mi cuerpo doliendo por todas sus zonas, decidí subir, y observar desde lo más alto con mejor facilidad, dónde estaba.
Me llevó muchísimo tiempo, pero no me importó. Antes de llegar a la cima, y muy sediento, un pequeño manantial de cristalina agua apareció como por arte de magia frente a mí. Recuerdo muy bien que curvé mis manos, las introduje en este y tomé grandes sorbos de aquella muy dulce y saciante agua cristalina que brotaba de una enorme roca grisácea. Luego, después de aguardar un rato bajo la sombra de un gran árbol junto al manantial, decidí continuar.
Ya en la cima, lo que mis ojos observaron, lo que mi memoria atesoró para siempre, me dejó sin aliento, sin palabras, con la boca abierta lo más que podía... Aquello que observé se robó todo, desde mis pensamientos hasta mi capacidad de habla.