Miradas indiscretas

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Camino entre las dunas de Punta Candor, siento cómo el sol quema mi piel. Me encanta la sensación de sentir la brisa del mar en mi cuerpo desnudo. Yo y el mar, yo y el sol.

No hay mejor sitio en Cádiz para disfrutar de un día de playa en buena compañía.

Junto a mí, en bici, pasa un chico joven en dirección al parking, a la carretera. Nuestras miradas se cruzan, aunque la suya no se detiene en mis ojos, sino que, en el breve lapso de tiempo que tenemos antes de que quede a mi espalda, desciende como el aceite por mi pecho y abdomen, hasta llegar a mi polla.

Sonrío, divertido. Más aún cuando la bici se detiene un segundo después de sobrepasarme. Yo también me detengo y miro por encima del hombro; el chico no tarda en aproximarse. Sin mediar palabra, dirige la mano a mi incipiente erección, deja caer la bici y posa sus labios en los míos. Bien, me gusta, nada de fingir cuando ambos sabemos que queremos beber del otro.

Porque su boca es agua en esta playa de dunas.

Se arrodilla sin apartar la mirada de mis ojos, se quita la camiseta y se baja el bañador. Percibo a medias la verga que surge de él, pero pronto desaparece de mi vista cuando el chico se mete la mía en la boca.

Benditos universitarios que no quieren perder el tiempo.

Entre las dunas, entreveo alguna mirada indiscreta, algún curioso que nos mira con gafas de sol desde los árboles cercanos. Sonrío y aprieto la cabeza del chico contra mi entrepierna, hasta que mi erección desaparece por completo en su boca. Él gime, yo también. Y mi polla reaparece perlada por su saliva.

Con el calor del sol anclado en sus ojos, se yergue para volver a besarme. Y yo bebo de él, me sumerjo en el mar de su cuerpo, de sus labios, de su torso desnudo y de su erección palpitante.

Cuando me introduzco en él, los curiosos ya no fingen indiferencia, sino que tienen los ojos clavados en nosotros, pendientes de sus gemidos, de su espalda arqueada y de mi cadera que se acerca y se aleja de su cuerpo a un ritmo cada vez mayor, frenético. Cuando él se corre sobre la arena, hasta el sol parece brillar más fuerte. Cuando yo llego al orgasmo dentro de él, el mar truena embravecido.

Nos despedimos con una sonrisa, igual y distinta a la que nos hemos dirigido en el saludo. Y la brisa marina se levanta, en calma, recordándome lo mucho que me gusta sentirla sobre mi cuerpo desnudo. Y el sol acaricia mi piel con su tacto ardiente. Yo y el mar, yo y el sol.

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