04: Cabellos negros como el ébano

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Los pétalos suaves de una rosa blanca golpearon con suavidad la superficie del ataúd de madera que resguardaba con recelo el cuerpo de una de las personas más importantes en la vida del príncipe Gerard Arthur. A partir de ese momento y para la eternidad Katherine descansaría ahí.

Mientras escuchaba las palabras del sacerdote, con la mirada pérdida en la tierra que estaba cubiendo el féretro, Gerard no podía prestar atención pues su mente divagaba entre todos los recuerdos de que tenía con aquella mujer. La que le cuidó desde el momento en que nació y a quien consideraba una figura materna.

Muerte natural fue lo le había dicho el médico el día anterior. Él se negaba a aceptarlo pues era una verdad demasiado dura. Él nunca se preparó para recibir una noticia de tal magnitud a su corta edad. Deseaba con todas las fuerzas de su corazón que fuese un mal sueño, una pesadilla, la peor de todas.

Se abrazó con sus propios brazos pues la ventisca que corría parecía estar en sincronía con sus sentimientos. Era fuerte y agresiva, así como lo que él sentía en su interior por haberla perdido. Se sentía solo, los pocos sirvientes que quedaban en el castillo y habían asistido al entierro estaban a varios pies de distancia de él. Descubrió a un par de mujeres que le miraban con pesar pero no se atrevían a más. Pensó que quizás no le vendría mal un simple apretón de manos o quizás un corto abrazo reconfortante, sin embargo sabía que eso no sería posible.

Y es que había pasado tanto en su vida desde su décimo cumpleaños. Ahora era un joven de diecisiete años, alto y con figura estilizada, sus mejillas ya no eran tan rellenitas, su nariz era más fina y respingada. Su cabello largo hasta los hombros, cortado en pequeñas capas y flequillo que cubría parte de su frente.

Ahora era casi un hombre pero seguía conservando la misma inocencia de cuando era un pequeño. Sonreía y veía lo bueno de la vida en todo momento a pesar de que poco a poco todo lo que más le gustaba fue arrancado de sus manos.

Pero aquella sonrisa perfecta en sus finos labios nunca nadie la podría borrar, aquella que nacía cuando por las mañanas abría su ventana y los rayos de sol de un nuevo día golpeaban su piel, o cuando sus manos tocaban la tierra que le daba vida a sus flores o cuando a traves de su dulce voz entonaba cánticos que traían paz, incluso los pequeños conejos y avecillas que habitaban en los alrededores del castillo se aproximaban a él para escucharle.

Todo había cambiado en su vida cuando su padre contrajo matrimonio por segunda vez. Ocurrió unos meses después del último Festival de las Flores. Desde hacía más de siete años atrás ya no habían festividades coloridas en el reino, ya no habían risas en los pasillos y tampoco esmeros por parte del rey hacia con el príncipe. La llegada de la nueva reina había traído muchísimos cambios al castillo, pero especialmente a la vida de Gerard. Ella le impuso límites, restricciones y condiciones. El rey Donald sentado en su trono con la mirada centrada en un punto fijo solo asentía a los pedimentos de la reina.

Su nombre era Alejandrina. Nunca se supo a que reinado pertenecía o cuales eran sus apellidos. Simplemente había aparecido en la entrada del castillo en su carruaje tirados por caballos fuertes y bravicones, negros como la noche. Ella llegó en el décimo cumpleaños de Gerard y no volvió a salir del castillo jamás. No tenía hijos y nadie se explicaba el porque pues ella no hablaba con nadie, se limitaba a ordenar y pedir.

El rey Donald había cambiado radicalmente después de su matrimonio. Se sentaba por horas en su trono, escuchaba, asentía o negaba, le llevaban de comer y luego se levantaba para ir a sus aposentos. El príncipe Gerard dejó de visitarlo por las tardes pues la entrada al salón real le había sido prohibida también. Le miraba pocas veces cuando coincidían en el gran comedor.

Al príncipe también se le había privado de las amistades. Nadie entraba al castillo sin el permiso de la reina. El personal fue depurado y el poco que quedó solo cumplía con sus deberes. La única compañía de Gerard era su nana.

Pero ahora la había perdido a ella también. A su consejera y cómplice, la que le escuchaba y no le juzgaba, la que lo apoyaba y le ayudaba a hacer los vestidos largos que tanto le gustaba usar. Ella era quien lo cuidaba, consentía y amaba. Katherine fue quien le obsequió su primer capa roja, tenía una capucha sobre su cabeza y se ataba sobre sus clavículas con un pequeño lazo, era tan larga que rozaba el suelo. Era ese quizás su tesoro más preciado.

Cuando la tierra estuvo plana nuevamente y la bendición fue terminada, todos empezaron a marcharse. Caminaron cabizbajos y en silencio.

El príncipe Gerard al encontrarse completamente solo se dejó caer de rodillas en la tierra. Sin importarle si aún lo escuchaban o podían verlo comenzó a llorar, el dolor desgarrando su alma pero era algo que debía hacer. Ella merecía sus lágrimas y todo el amor que él le tenía.

Los cabellos del príncipe que eran tan negros como el ébano, estaban sobre su frente cubriendo sus ojos cristalizados de la vista de cualquier curioso. Al sentirse un poco más tranquilo pero aún con espasmos provocados por el llanto se incorporó, sentándose sobre sus piernas. Limpió con el dorso de su mano los rastros de las lágrimas cristalinas que surcaban sus mejillas.

—Te prometo nana que no voy a dejar que nadie nunca arranque la luz detrás de mis ojos... —dijo con voz rota—. Siempre sonreiré como a ti te gustaba. —Sonrió débil y suspiró—. Leaves are brown, and the sky is a hazy shade of winter... —cantó delicadamente como un último tributo hacia ella.

Desde la ventana de la única habitación en la torre derecha del castillo, la reina Alejandrina observaba a Gerard. Sonrió mostrando todos sus dientes al tiempo que acariciaba el dije con una piedra de ópalo que adorna su cuello.

Hazy Shade of Winter ➛FrerardWhere stories live. Discover now