**II**
Cayó la tarde en Río Bravo, y los poetas cantaban y bailaban cada vez con mayor agrado. La intención era hacer todavía más sabrosa aquella fiesta mientras el resto de los riobravenses alzaban con euforia sus sombreros y pañoletas.
Entre los que festejaban, destacaba una preciosa morena con turbante en la cabeza, que sosteniendo dos palos en sus manos, tocaba tambor de mina con inclemente fuerza. Aquella morena provocó orgullo en todos en esas tierras. Fue grandioso verla porque fue la primera mujer en atreverse a mostrar tan grandiosa destreza.
Entre tanto, los músicos y compadres compartían sus tragos; algunos tomaban jugo de caña y otros licor de cacao.
Hubo tanto para mirar alrededor de aquella plaza que la vista no se cansaba. Por ejemplo, aquel viejo que sentado en el frente de su casa, un tabaco disfrutaba y entre el envolvente humo blanco a un hombre muy pequeño observaba. El pequeño, cuya alegría no ocultaba, danzaba con tanta gracia que sus alpargatas sobre los adoquines no posaba.
—Ese forastero no toca el suelo —afirmó el viejo a su amada Consuelo.
Y Consuelo, sentada al lado de su viejo, con saliva se mojó un dedo; así sintió la dirección del viento y advirtió sobre un futuro acontecimiento.
—Viejo, me ha hablado el viento. Si se ha aparecido ese encanto en estas fiestas, seguro ha de ser porque algo malo se acerca.
En verdad, aquel hombrecito bailaba bonito, perfecto, ligero. Su cara la cubría con su sombrero. No paraba, no se cansaba, con nadie él hablaba. ¡Giraba y espléndidas tijeretas daba, hasta provocar que a muchos eso la atención le llamara!
Al mismo tiempo, a lo lejos se veía venir a Berto. Traía consigo sus enormes cestos y de inmediato captó la atención del coqueto Prefecto.
—¡Caramba, Berto! Qué frutos tan perfectos..., debe ser difícil llevar sobre tus "fuertes hombros" tanto peso. —dijo el prefecto, antes de no vacilar en invitarlo a su hacienda a "coger el fresco".
—Ay, Prefecto. No tienes idea de lo que realmente significa eso.
—¡Oh, no! Seguro que no. Pero sí imagino tu suerte debido a que eres un negro muy fuerte.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! Pues no imagino la suya Prefecto, es usted un "blanco" muy indiscreto.
Berto continuó charlando con el Prefecto entre piropos y sarcasmos, y aquel forastero siguió bailando. Era indiferente a todo a su alrededor, y quienes lo habían visto, tras el asombro, continuaron bailando tambor.
Pronto la atención se centró en los muchachos de abolengo que sobre sus caballos maniobras realizaban, manteniendo con ello, a las chicas ruborizadas. Muy aparte, los niños a las carreras jugaban. Y, como si fuese domingo al amanecer, los borrachos sobre las aceras no dejaban de caer.
—¡Espanto! ¡Espanto! ¡Allá viene un espanto! —gritó muchas veces un niño aterrado, saltando sobre un tejado. —¡Espanto! ¡Espanto! —Ante sus ojos se acercaba un adefesio que casi lo tumba de aquel techo.
Enseguida, todos corrieron a mirar el horroroso espanto que aquel niño vislumbró mientras volaba un papagayo. Interrumpieron la retreta y aquel niño quedó con los ojos saltones y la boca abierta.
—«¡¿Qué diablos es eso?!» —se preguntaban todos perplejos.
Muchos decían que esa cosa tenía pelaje verde, dos hocicos y enormes dientes. También le vieron seis patas, y según el monaguillo Alan: también tenía alas.
¡Pero qué va...! Ese supuesto animal, en Río Bravo no tuvo ni tendrá igual.
—¡¡¡Es un caballo verde!!! —gritó de pronto una señora mientras limpiaba sus lentes.
—¡¡¡Oh!!! —no dejaban de exclamar tras cada comentario sobre aquel animal, y como consecuencia, el eco volvía a retumbar.
Tanta distracción convirtió la celebración en un festín exquisito para los gitanos; te despojaban de todo, sin siquiera rozarte con las manos.
Y con estrépito, Berto dijo a gritos:
—¡¡¡Caramba!!!... Jamás había visto un caballo verde. Menos, con su propio jinete.
Sin embargo, rápidamente se dieron cuenta de que no se trataba de ningún espanto. Que aquel animal no tenía dos hocicos ni alas. Todo fue exageración, en especial la de Alan. Semejante revuelo se debió al mandadero del pueblo, a quien todos llamaban Benito, y no era más que un escuálido y popular jovencito.
Este polémico chico mostraba su único diente mientras pasaba entre la gente. Se sentía alzado. Creía estar finalmente llamando la atención de la chica de sus sueños por el simple hecho de cabalgar ese caballo pintado.
—¡Padre nuestro y señor mío! —exclamó Doña Facunda, llevándose una mano al pecho—. ¡¡¡Ese chico sí que tiene agallas!!!
Tan pronto Don Benicio lo notó, esas palabras exclamó. Enojado soltó las cafungas que degustaba en el puesto de Doña Facunda, e hizo saber a todos que se había percatado de que bajo la pintura verde se ocultaba su animal robado.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! —las risas empezaron a llover—. ¡Ja, ja, ja, ja, ja! —¡Río Bravo entero se carcajeaba mientras el caballo relinchaba!
—¡¿Pero qué agallas, muchacho?! ¡¡¿Qué demonios le has hecho a mi caballo?!! ¡¡¡Ha sido él quien lo ha robado!!! —con las manos en la frente, Don Benicio gritaba delante de toda la gente. —¡Deténganlo, Alguacil! —suplicó finalmente.
El escándalo fue tan grande que puso al caballo nervioso, y esa bestia relinchaba y relinchaba furioso. Benito entonces no tuvo más opción que huir y el viejo gruñón lo empezó a perseguir. Todos los veían correr y, por supuesto, las bromas no tardaron en llover.
¡Dios bendiga a ese pueblo de artistas! Sin ensayos, ni guiones, de aquella cómica persecución: los cantores de inmediato hicieron una graciosa canción.
Semejante historia jamás será olvidada. Generación tras generación, esa historia será contada.
---
ESTÁS LEYENDO
Cuentan Los Cobardes
Fiksi UmumEn un pequeño pueblo en los confines de Venezuela estaba por celebrarse una aclamada fiesta. A aquel pueblo lo llamaban Río Bravo, conocido por el colorido de sus calles y el dulzor de su cacao. La fiesta rendiría honor a sus años de fundación y los...