Viejos anhelos nómadas se encienden,
Debilitando la cadena de la costumbre;
Otra vez de un sueño milenario
despierta la sangre feroz de los antepasados.
Buck no leía los diarios, pues, si así fuera, se habría enterado de que se preparaban
dificultades, no sólo para él, sino también para todos los perros de músculos fuertes y largo
pelaje, desde Puget Scound hasta San Diego. Porque los hombres, andando a tientas por la
oscuridad ártica, habían hallado un metal amarillo, y porque las compañías de vapores y de
transportes agrandaban aún más el hallazgo, miles de hombres se lanzaban hacia la tierra
del norte. Esos hombres necesitaban perros de músculos fuertes para el trabajo, y de espeso
pelaje para que los protegiera del frío.
Buck vivía en una amplia casa del soleado Valle de Santa Clara. Se llamaba la propiedad
del juez Miller, y se elevaba a cierta distancia del camino, medio oculta entre los árboles,
por entre los cuales podía divisarse la amplia y fresca galería que la rodeaba por los cuatro
costados. Se llegaba a la mansión por caminos de grava que serpenteaban a través de
amplios parques y debajo de las ramas entrelazadas de los elevados álamos.
En la parte trasera, la propiedad tenía dimensiones mucho más espaciosas que en el frente.
Había allí enormes establos, en los que una docena de mozos de cuadra y de muchachos
eran dueños de todo, hileras de casitas cubiertas de enredaderas, e interminables y
ordenadas filas de casetas de guardia, largas galerías cubiertas por el parral, verdes prados,
huertas, y plantíos de moras y frutillas. Además, estaba ubicada allí la bomba para el pozo
artesiano, y un amplio tanque de cemento en el que los hijos del juez Miller tomaban su
baño matutino y se aliviaban del calor de las tardes del verano.
Y en esa extensa propiedad gobernaba Buck. Allí había nacido, y allí vivió los cuatro años
de su vida. Es cierto que había otros perros. Imposible que no los hubiera en una propiedad
tan extensa, pero los otros no tenían importancia. Iban y venían, ocupaban las populosas
perreras, o vivían oscuramente en el interior de la casa, como Toots, el faldero japonés, o
Isabel, la mejicana: criaturas extrañas que raramente sacaban la nariz fuera de las puertas o
posaban sus pies sobre el suelo. Por otra parte, estaban los fox-terriers, una veintena de
ellos por lo menos, que ladraban amenazadoras promesas a Toots e Isabel cuando éstos se
asomaban a las ventanas protegidas por una legión de mucamas armadas con escobas y
estropajos.
Pero Buck no era ni un perro de casa ni de perrera. Toda la propiedad era suya. Se
zambullía en el tanque o salía de caza con los hijos del juez; escoltaba a Mollie y Alice, las
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El llamado de la selva
AdventureEl llamado de la Selva. Buck, el perro del juez Miller, lleva una apacible vida en California, cuando es raptado y obligado a tirar de un trineo por las heladas orillas del río Yukón, donde miles de hombres -llamados por la fiebre del oro- buscan fo...