Cuando Buck ganó mil seiscientos dólares en cinco minutos para John Thornton, puso a su
amo en condiciones de pagar ciertas deudas y de viajar hacia el este con sus socios en busca
de una fabulosa mina perdida, cuya historia era tan antigua como la del lugar. Muchos
hombres la había buscado; pocos la encontraron y más de unos pocos no habían regresado
nunca de la búsqueda. Esa mina perdida estaba pletórica de tragedia y envuelta en el
misterio. Nadie conocía al primer hombre que habló de ella. La tradición más antigua se
perdía antes de llegar a él. Desde los comienzos había existido una vieja y arruinada
cabaña. Hombres moribundos juraron que así era, y que la mina existía en realidad, para
probar lo cuál mostraban pepitas de oro de un tamaño desconocido hasta entonces en el
norte.
Mas ningún hombre viviente, había saqueado esa casa del tesoro, y los muertos
descansaban en la tierra; por lo tanto, John Thornton y Pete y Hans, con Buck y media
docena más de perros, se dirigieron hacia el este por un sendero desconocido, para lograr lo
que hombres y perros tan buenos como ellos no habían podido realizar.
Fueron en trineo varias millas por el Yukón; se volvieron hacia la izquierda entrando en el
río Stewart, pasaron el Mayo y el McQuesten, y siguieron marchando hasta que el Stewart
se convirtió en un arroyuelo que se deslizaba por las colinas que marcaban la espina dorsal
del continente.
John Thornton pedía poco del hombre o de la naturaleza. No temía a la selva. Con un
puñado de sal y un rifle podía adentrarse en la selva y dirigirse adonde gustara y quedarse
en cualquier sitio durante tanto tiempo como quisiera. Sin apuro ninguno, a la manera de
los indios, buscaba su comida durante el transcurso del día de viaje; y si no podía hallarla,
como el indio, seguía viajando, sabedor de que tarde o temprano la encontraría. De modo
que en ese peligroso viaje hacia el este, la carne era el alimento único, las municiones y
herramientas la carga principal del trineo, y la base de tiempo se fijaba en el futuro sin
límites.
Para Buck resultaba un gozo ilimitado ese vagar por extraños lugares, cazando y pescando
continuamente. Durante semanas enteras marchaban sin detenerse, y luego acampaban
durante varios días, en uno u otro sitio, mientras los perros holgazaneaban y los hombres se
ocupaban en abrir agujeros en el suelo y buscar oro. A veces pasaban hambre, otras comían
hasta hartarse; todo dependía de la abundancia de caza y la fortuna de los cazadores.
Llegó el verano, y hombres y perros, llevando encima la impedimenta, cruzaron en balsa
los azules lagos de las montañas, y remontaron ríos desconocidos en rústicos botes
construidos con troncos ahuecados.
Los meses pasaban uno tras otro, y de un lado a otro vagaban ellos por la desconocida
ESTÁS LEYENDO
El llamado de la selva
AdventureEl llamado de la Selva. Buck, el perro del juez Miller, lleva una apacible vida en California, cuando es raptado y obligado a tirar de un trineo por las heladas orillas del río Yukón, donde miles de hombres -llamados por la fiebre del oro- buscan fo...