«¡Espléndido te alzas en el cielo,
Oh Atón vivo, creador de la vida!
Cuando apareces en el cielo oriental,
Llenas toda la tierra con tu belleza».
Fragmento de El gran himno a Atón. [i]
¡Nuevo rito de sumisión en homenaje al falso y «único» dios! Todos a levantarse, estirando las piernas como si pretendieran romperse los ligamentos. Luego volver a arrodillarse y terminar prosternándose igual que si una cobra les hubiese mordido la espalda a la altura de la cadera e inoculado el mortífero veneno. «La Segunda Muerte[ii] es poco para ti, Neferjeperura Waenra Amenhotep, también debería ahogarte en las aguas del Nilo», pensó Horemheb, clavando la vista en el faraón como si lo amenazara con hachas de combate. ¡Cuánto lo odiaba!
Estornudó tan fuerte que le pitaron los oídos, pues le hacía picar la nariz el perfume de los ungüentos de rosas, de lirios y de lotos azules que utilizaban los cortesanos allí hacinados. ¡¿Cómo no preverlo?! ¡Si se cocinaban a fuego lento con el calor del mediodía! Imaginó al soberano sucumbiendo en medio de un suplicio y sonrió. El miembro flácido, los últimos estertores silbando, el hedor a orines y a heces, las manos ásperas y sin piel, llagas supurando pus, la palidez alterándole los rasgos, lloriqueos temerosos y gemidos implorando ayuda... ¿Tal vez una peste como la que se había ensañado con las tres princesas menores? Se merecía cada una de las desgracias y no le daba pena. Al contrario, anhelaba que pronto fuese realidad y que el Creador de Vida borrara a esta dinastía de la faz de la tierra. Entonó mentalmente el Gran Himno a Amón-Ra, rogándole ayuda y empleándolo como forma de resistencia. A continuación, se visualizó destruyendo la momia del faraón. Primero rasgando las vendas con las manos, y, luego, quemándola por completo. Tan vívida resultaba la imagen que olfateó el olor del natrón, el del aceite empleado y el de los huesos carbonizados, al igual que sintió el áspero tacto de las tiras blancas al ser desgarradas.
¡Qué agonía le tocaba vivir! En lugar de batallar contra los enemigos en Oriente Próximo, como le correspondía por su rango de comandante en jefe del ejército, lo obligaban a arrodillarse, a levantarse y a prosternarse durante infinitas horas en el Gran Templo de Atón. Encima, con el sol perforándole la nuca y soportando a Neferjeperura, a Nefertiti y a las hijas sobrevivientes pavoneándose mientras efectuaban las ceremonias. Unas ceremonias que se habían inventado para convertirse en los depositarios del poder divino. Porque, ¡¿cuándo los antepasados habían creído en un único dios?! La respuesta era sencilla: ¡nunca! Estas creencias pululaban entre esclavos, las difundían esos que adoraban a Yahveh.
Aun hastiado, se contenía. Guardaba dentro de sí el asco que le producía ver en las paredes las figuras decorativas y solo lo compartía con unas pocas personas fieles que, como siempre, en esos momentos se situaban formando una circunferencia protectora en torno a él. En especial, aborrecía el disco solar sin rostro, cuyos finos rayos finalizaban en pequeñas manos que amparaban únicamente a la familia real: los demás se sentían excluidos. Aunque, en honor a la verdad, Horemheb seguía rindiéndole pleitesía a Osiris y a los dioses tradicionales y tenía la esperanza de morar en el Campo de Juncos al pasar a la otra vida.
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ARENAS DEL TIEMPO. Cuentos y microrrelatos del género histórico.
Ficción histórica¿Amas la historia? ¿Te gustaría leer una ficción protagonizada por Lord Byron y a continuación, de la mano de Julio César, recorrer Roma los Idus Martiae? O quizá prefieras viajar al Antiguo Egipto para conocer la corte del Faraón Hereje y el odio q...