1 - El silencio del cordero

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¡Ven aquí! ¡Bésame! –me dijo, sabiendo que obedecería su orden incapaz de negarle nada

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¡Ven aquí! ¡Bésame! –me dijo, sabiendo que obedecería su orden incapaz de negarle nada. La ceguera del amor se debía leer en mis renegridos ojos a las mil maravillas, y él, curtido en cientos de escarceos amorosos supo descifrarlo al instante. Tiró de mi brazo hacia él y me pegó a su ardiente cuerpo medio recostado sobre la carrocería de un coche a las puertas de un cine de barrio mientras esperábamos a que comenzara la sesión. – ¡Bésame! –repitió. Y envuelta entre sus fuertes brazos y en la pleamar de mis sentimientos me sentí débil para rechazar su atrevida propuesta. Para mí, inexperta en cuestiones amorosas, era de lo más osada, pero no era lo mismo para él. Aunque en aquellos momentos, ¿Quién podía pensar en eso? Ilusa de mí pensaba que yo sería diferente a las demás; que lo era de hecho. Que para él era distinta, única y especial. Así me lo había confesado al recogerme en su flamante coche. –Eres preciosa. Nunca he salido con una chica como tú. ¡Nunca! –Mi corazón echó a volar en ese mismo instante mientras me sentaba a su lado en el asiento del copiloto. Todavía recuerdo la ropa que llevaba aquella calurosa tarde de sábado en la que el cielo lucía de un hermoso azul límpido de nubes. Recuerdo que pensé que era el presagio de algo bueno. Quizás de todo lo bueno que había soñado durante años si llegaba a tener una cita con él. Aquella espléndida tarde también recuerdo que vestía un bonito top negro bajo una camisa de gasa blanca enlazada a la cintura, y una mini falda estampada en tonos anaranjados con un buen tacón, por supuesto. El taconazo para mí era indispensable. Sin contar el maquillaje, la manicura y el perfume. Tenía que ser femenino, sutil y a la vez difícil de olvidar. Uno puede rememorar tantas cosas a través de una fragancia. Claro que eso es algo que solo está al alcance de las románticas empedernidas como yo. Él, tan práctico, mi antagonista y no mi amante soñado, olvidó mi olor, o quizá no. Esa esencia empolvada, mezcolanza de violetas y lirios, tan delicada. Tal vez fue recordado con el tiempo pero eso jamás lo sabré. Quedará para toda la eternidad en la incógnita. Sus brazos me envolvieron y sus manos grandes y abrasadoras recorrieron mi espalda mientras nuestras bocas se unían en un beso incandescente. Fue «EL BESO» con mayúsculas. Nunca he vuelto a besar ni me han vuelto a besar de la misma forma y con la misma intensidad. Nunca más mi boca conectó con otra de esa manera tan perfecta. Supongo que era el profundo sentimiento que llenaba todo mi ser, todos mis sentidos, lo que lo hizo tan extraordinario. No sé calcular cuánto tiempo duró. Si fueron diez segundos o tal vez cinco minutos. Todo desapareció alrededor. La gente congregada para entrar al cine, los paseantes, sus voces, sus risas, sus miradas. Nada importaba. Todo era irrelevante. Solo existíamos él y yo, y la danza abrasadora de nuestros cuerpos y nuestras bocas. La suya experimentada, la mía bisoña. Cuando nos separamos de entre mis labios se escapó un suspiro jadeante y dichoso. – ¿Ese suspiro es por mí? –interrogó medio orgulloso, medio suspicaz. –Besas muy bien. ¿A cuántos chicos has besado antes de mí?

– ¿Importa eso? –contesté. Era mi primer beso pero no iba a confesárselo. No quería que pensara que era una tonta. Que no tenía ni idea de besos o caricias. Realmente él era más listo que todo lo que yo pudiera tejer en mi infantil cerebro. Él lo sabía todo sobre mí con solo mirarme. Me sonrió presumido, sabedor de la verdad, e incorporándose de su cómodo asiento sobre el capó del coche volvió a cogerme de la mano y respondió ignorando mi respuesta. – ¡Vamos! Nuestra película está por empezar.

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