2 - El primer secreto

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-¿Piensas tirarte todo el día ahí, dormilona? ¡Arriba! –Gritó enérgica mi madre levantando las persianas y descorriendo las cortinas para abrir las ventanas de par en par

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-¿Piensas tirarte todo el día ahí, dormilona? ¡Arriba! –Gritó enérgica mi madre levantando las persianas y descorriendo las cortinas para abrir las ventanas de par en par. Yo me quejé tapándome la cabeza con la almohada para evitar la claridad de la mañana mientras ella no paraba de parlotear. – ¡Vamos, perezosa! Es muy tarde y te perderás el domingo tan estupendo que hace ahí fuera. –Me hice la remolona cuanto pude bajo las mantas pero ella no iba a conformarse y echándose sobre mí ufana acabó de revolverme el pelo y echó las sábanas para atrás dejándome en ropa interior. Su rostro feliz se contrajo entretanto preguntaba. – ¿Dónde está tu pijama, Mía?

–En su sitio. En la cómoda. –respondí demasiado deprisa. Acabé de apartar la sábana y me puse en pie. Mi madre contestó.

– ¡Ahí puede estar! ¿Por qué no te has puesto el pijama? –Su lado más gazmoño salió a relucir enervándome y agregó suspicaz. –Un momento... ¿A qué hora viniste anoche?

– ¡Oh, mamá! –me quejé poniendo los ojos en blanco. –tengo veintidós años. No tengo que darte explicaciones de la hora a la que vengo.

– ¡Te equivocas, jovencita! Mientras vivas bajo mi techo siempre tendrás que darme explicaciones. ¿Dónde estuviste anoche o debería preguntar con quién?

– ¡Mamá! –exclamé demasiado alto sin poder evitarlo y para no mirarla a la cara, donde vería reflejada toda la verdad, me agaché a recoger la ropa que andaba desperdigada por la habitación si bien mi madre no pensaba dejar el tema tan fácilmente. Se había cruzado de brazos en medio de la habitación con una ceja alzada, la intuí por el rabillo del ojo. Era como un sabueso y jamás soltaba su presa hasta que le extraía la última pista.

– ¡Mía, mírame! ¿Con quién estuviste anoche? –Tragué saliva e inhalé todo el aire que pude cuando me erguí con la ropa estrujada entre las manos, obligándome a mirarla, y respondí.

– ¡Con Ruth, mamá! ¡Estuve con Ruth! ¿Con quién si no? Si no me crees puedes llamarla por teléfono y preguntarle. –nada más escupir esas palabras salí del dormitorio como una centella para encerrarme en el cuarto de baño. Introduje rápida en la lavadora la ropa de la noche anterior. En esos años la teníamos allí. El testimonio de mi desfloración se lavaría con agua caliente y detergente al igual que mi braguita, todavía húmeda de la jabonadura nocturna. Ya habría tiempo de deshacerme de la ropa u olvidarla en el fondo de mi armario hasta que criara telarañas. Después escupí en el wáter el exceso de saliva que tenía acumulado en el gaznate y tiré de la cadena para ahogar cualquier ruido si me entraban ganas de vomitar. Tenía los nervios de punta y agarrados al estómago como siempre. No sabía cómo iba a ocultarle la verdad a mi madre pero no podía enterarse de lo que me había pasado la madrugada anterior bajo ninguna circunstancia, y aún más importante era cómo iba a disimular los efectos de mi enfermedad. Mi maldita anorexia había regresado con toda su virulencia. Esa malvada había sido mi compañera de viaje durante gran parte de mi existencia, y siempre hacía acto de presencia cuando algo o alguien sacudía la tierra bajo mis pies haciendo tambalear mi mundo perfectamente estructurado.

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