3. El palacio de las moscas

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¡Come el Tiempo la vida, ¡oh dolor! ¡oh dolor!

¡Y el oscuro Enemigo que el corazón nos roe,

Con nuestra propia sangre crece y cobra vigor!

EL ENEMIGO, Charles Baudelaire



El gato atravesó el muro de un salto y echó a correr por el estrecho callejón. Caía una fina llovizna, una de esas lluvias que sin llegar a mojar, resultan molestas. Las gotas solo eran visibles bajo las mortecinas luces de los faroles que se levantaban, toscos y enclenques, en cada esquina de aquel desolado barrio.

Aquel era el barrio de la magia, del mal de ojo, de las cartas del tarot y las velas con formas humanas. Era el barrio de los gatos negros. El mito decía que si un habitante de París llevaba a su casa un gato nacido en los territorios de Malaveur, jamás enfermaría y sería acompañado toda su vida por la buena fortuna.

Los niños tenían miedo de perderse entre sus tiendas, los callejones eran laberínticos y no había carteles que señalaran los nombres de las calles. Tampoco los autos se aventuraban a pasar por allí. Incluso los que no conocían el barrio siempre encontraban un motivo misterioso para llegar a su destino sin tener que internarse en él.

Las callejuelas estaban sucias. Y el gato detestaba la suciedad. De mal humor, se detuvo y comenzó a lamerse el lomo. Con disimulo, mantuvo sus amarillos ojos en la oscuridad que había dejado atrás. Lo vio. El muchacho lo había estado siguiendo durante los últimos diez minutos. Era bajito, delgaducho y tenía cara de no haber comido hacía siglos. Vestía unos pantalones raídos y una camiseta que el tiempo y el uso habían teñido de gris. No obstante, al gato le gustó el muchacho. Y por eso estaba dejando que lo siguiera.

El animal reemprendió la marcha. Los faroles iluminaban su impecable pelaje negro y la campanilla que llevaba al cuello tintineaba a su paso, de manera que el chico tan solo tenía que seguir la musiquilla para no perderlo.

Ah, aquel muchacho olía tan bien. No debía tener más de quince años. El aroma de su carne era intenso, salvaje. Al gato se le hacía agua la boca.

De repente, el animal se detuvo frente a una tienda cerrada. Y, en menos de un instante, desapareció.

El muchacho parpadeó. Había jurado que el maldito gato se había detenido junto a aquella tienda de brujería. Desorientado, se dirigió hacia la entrada del local y contempló con miedo el viejo letrero de madera.

«EL PALACIO DE LAS MOSCAS», anunciaba el cartel. Tenía pintada una grotesca calavera blanca y una vela roja encendida. El tiempo las había difuminado, pero todavía era visible la macabra sonrisa desdentada del cráneo. El muchacho habría jurado que la llama de la vela se había movido, como acariciada por el viento.

La otra orilla del abismo - Ganadora #PreLGBTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora