2. El economista

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¡Qué hermosos son los astros en las tibias veladas!

¡Qué profundo el espacio!

¡Qué fuerza el alma toma!

Sobre ti al inclinarme, reina de las amadas,

Creía respirar de tu sangre el aroma.

¡Qué hermosos son los astros en las tibias veladas!

EL BALCÓN, Charles Baudelaire



El aire le despeinó el cabello y le arrugó la camisa. Nada era comparable con volar. Absalón atravesó la noche y se deslizó limpiamente a través de ella hasta llegar el suelo.

Tenía que encontrar la manera de que Lucienne olvidase esa tontería de irse a Egipto, pensó mientras alisaba las arrugas de su camisa. Se peinó con los dedos sin mucha parsimonia y comenzó a caminar.

Absalón detestaba el calor. Aunque, por otro lado, le gustaba el aroma de las flores que solo se hacía presente en primavera. Concluyó que entonces prefería el verano. O al menos, que debía preferirlo. No le agradaba ver las ciudades vacías cuando la nieve lo cubría todo. Prefería el tumulto, el ruido, las risas.

Era en verano cuando Absalón tenía más trabajo. Tal vez estuviese relacionado con las vacaciones, que era cuando las personas tenían más tiempo libre para sentarse en el sillón y pensar en lo patéticas que eran sus vidas.

Los países donde Absalón más trabajo tenía eran Japón y los Estados Unidos. Y de eso sí sabía el motivo. Eran los países con más alto nivel de suicidios del mundo. Ah, los suicidas. Esos sí eran personas inteligentes. Cobardes, quizás. O tal vez los más valientes de los cobardes. O después todo, valientes en realidad.

Absalón pensaba que había que ser muy inteligente para preferir la muerte a que venderle el alma al diablo.

Y a él le caían tan mal los seres humanos inteligentes...

Se detuvo junto a una enorme tienda de aparatos electrónicos. A pesar de que ya estaba cerrada, los televisores permanecían encendidos para atraer a los compradores. Absalón chasqueó la lengua. Todos los televisores estaban sintonizados en el mismo canal y mostraban imágenes acerca del calentamiento global. Si hubiese podido reírse, Absalón lo habría hecho y con muchas ganas.

Ah, qué más daba. La raza humana podía arrancarse los ojos por un trozo de hielo que flotaba en el océano, pero seguía siendo tan miserable y degenerada como hacía mil años atrás. En realidad, Absalón sabía que a nadie le importaba el calentamiento global. Ninguno de los humanos que poblaban la tierra en ese momento viviría lo suficiente.

Los televisores cambiaron de canal automáticamente. Las pantallas resplandecieron todas con los mismos colores y el rostro de un conocido asesino le sonrió a Absalón a través de la vidriera. Pena de muerte, leyó. El sujeto había sido condenado a morir en la silla eléctrica. Para consternación de los familiares de las víctimas que había asesinado a sangre fría, el hombre había confesado uno por uno los crímenes cometidos, deteniéndose en los detalles más morbosos.

La otra orilla del abismo - Ganadora #PreLGBTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora